A vuela pluma
Si en el universo equívoco de las estadísticas, se nos ocurriera registrar la idea que acude con más frecuencia a nuestra mente, ganaría la constatación, entre melancólica y resignada, del incesante pasar del tiempo.
Y más aún, en el ritmo mundial que acompasa estos días: ¡cómo pasan, partido tras partido, los días del fútbol!, ¡cómo lo que soñábamos se diluye, permanece una antigua gloria, se va algún consagrado y aparecen nuevos héroes! “Cada día trae su afán’, aunque hoy, publicidad mundial mediante, los afanes humanos se han, casi, uniformado, y al culminar el ritmo al que se nos somete, ¿será el alivio?, ¿el vacío?; ¿el sinsabor de lo no cumplido?, ¿el sabor de lo que se cumplió?
‘Fugit, irreparabile tempus’, ¡ah, tiempo que huye, irreparable!, del latino Virgilio. Solo los niños –y en este ‘ahora’, ni ellos- viven fuera del tiempo. ¿Cómo lograr que se percaten de su condición temporal cuando aún no sea tarde para volver sobre lo hecho o sobre lo que no se hizo, y continuar o rectificar? Quien se transforma conscientemente, experimenta lo pasado como irrecuperable en el vastísimo ámbito del dejar de ser y, al captar esta frágil condición, alcanza la esencia de su humanidad.
El paso del tiempo es motivo central de la literatura y de la creación: sin la experiencia del tiempo que se va, nadie soñaría en crear algo permanente. ¡La paradoja de crear para permanecer, gracias a la conciencia de la pérdida de nuestras vidas en el tiempo, que se desliza ‘como agua o arena entre los dedos’! La novela, expresión del fracaso de la vida humana sobre la tierra, es creación sobre el tiempo; el ser humano -su protagonista, salvo raras excepciones- es animal histórico, y narrar su existencia única exige enfrentarlo y enfrentarnos a sus días y noches, a su edad y a las peripecias del instante, para que quede en el decir en el cual solo este animal que ríe, y que posee la palabra, tiene el privilegio de intentar explicarse.
Ante el paso del tiempo y en ese deslizarse hacia la muerte, se han detenido los mejores poetas. He aquí uno de los más celebres sonetos ‘metafísicos’ de Francisco de Quevedo, que se refieren al transcurso de la vida, y que contagian, con su lirismo sosegado, su sentido del paso humano por este mundo a menudo tan cruel, y tantas veces también, tan bello y apacible.
¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde? / Aquí de los antaños que he vivido! / La Fortuna mis tiempos ha mordido; / las Horas mi locura las esconde. // ¡Que sin poder saber cómo ni a dónde / la salud y la edad se hayan huido! Falta la vida, asiste lo vivido, / y no hay calamidad que no me ronde. // Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado. // En el hoy y mañana y ayer, junto/ pañales y mortaja, y he quedado/ presentes sucesiones de difunto”. ‘Sucesiones presentes de un ser ‘vivo’ que aspira a llegar vivo a la nada”, como afirma Marie Roig Miranda, en su estudio “¿Existe el presente en los sonetos metafísicos de Quevedo?”.
En realidad, ¿existe?
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