Joaquín Sabina se convirtió desde hace tiempo en un cantautor de culto. La prueba está en que lo siguen con igual devoción tanto los jóvenes nacidos en el nuevo siglo como los nostálgicos que presumen haber sido niños durante los años sesenta. La prueba también está en los cientos de miles de personas que agotan cada año las entradas para sus conciertos en España y en el continente americano.
Como sucede con los artistas de culto, la reverencia por su trabajo casi nunca aflora en la primera cita, ni siquiera en la segunda o la tercera por más empeño que se le ponga. Su música, y de manera especial sus letras, exigen un proceso más largo de reconocimiento, reposo y seducción antes de asimilar que se ha caído en una probable adicción.
El éxito intergeneracional de Sabina se sostiene en un conjunto de virtudes que lo envuelven: su autenticidad, su franqueza, la versatilidad musical de sus discos, su imagen de rebelde con causa justa, y, en especial, la hondura y mordacidad de sus palabras.
Es autor de 15 libros entre poemarios, recopilaciones de letras y partituras. Ha grabado 25 discos y se dice que ha vendido más de 10 millones de copias.
En el año 2001 sufrió un ictus que lo tuvo al borde la muerte. Años más tarde, en una entrevista, Sabina alegaba con gracia que el derrame quizá se había producido por su ruptura definitiva con las drogas (a las que dice que no ha vuelto desde entonces), pero que superó la depresión con el soporte incondicional del whisky, el cigarrillo y la música que lo mantienen aún de este lado, y, por supuesto, gracias a Jimena, su novia desde 1999.
Sus detractores lo acusan de que tiene “mala voz”, de que “ronca en lugar de cantar”, pero es precisamente su voz la que ha conquistado a varias generaciones en sus casi 35 años de carrera artística.
No me refiero obviamente al sonido que producen sus desgastadas cuerdas vocales, sonido que cada vez con más frecuencia sale de su boca marchito y tembloroso, sino a las múltiples voces que encierra su música: la voz de los casos perdidos, la de los amores imposibles, la de los amantes ilícitos, la de los sátiros y ladrones; las voces confusas de los bares de copas y las piadosas de las fiestas de guardar; la voz aguardentosa de los camellos y la suplicante de sus clientes; la voz lujuriosa de los borrachos y la voz trémula de los toreros; las voces de los que se sienten tan jóvenes y tan viejos; las voces de las princesas, de las barbies y de los que quieren vivir 100 años…
Su voz, aunque desgastada, sigue siendo la voz del lector agudo, de la mente lúcida e inteligente; la voz del contestatario por vocación, la del sacristán de todas las putas; su voz es la del ángel guardián de cada burdel, la del blasfemo por convicción y la del pecador consuetudinario; su voz es la del juglar de los callejones más oscuros, del abate de los infieles, del alquimista de los secretos de alcoba… Su voz es la voz del gran Sabina.
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