Cómo se extraña al viejo zorro del Voltaire (François-Marie Arouet, 1694-1778) en estos tiempos de intolerancia extrema, de hostilidad al razonamiento y de adicción a la propaganda. Cómo se debe estar meneando en su tumba (en pleno Panteón, claro) en estas épocas de fraccionamiento entre buenos y malos, de enemigos a aplastar y de amigotes incondicionales -que alzan la mano con una mezcla de ingenuidad y temor a la reprimenda palatina, que miran para el otro lado frente a la intransigencia- en esta era de estudiada crispación refrendada de vez en cuando por el voto popular. Cómo se añora al Voltaire de la pluma fina, al comentarista agudo, al defensor de causas justas, al penetrante autor del ‘Tratado sobre la tolerancia’ -en el fondo, al primer intelectual mediático, a una de las primeras celebridades literarias contemporáneas- entusiasta abogado de la libertad de pensar (irónicamente uno de los valores más atacados y tambaleantes en estos días). ¿No creen que “hoy por hoy” un espíritu crítico como Voltaire se ganaría, con poco pulso, los más variopintos y degradantes insultos: seudointelectual, comediante de pacotilla, intelectualoide aficionado, defensor del imperialismo y cuestiones de esa índole? Durante los pesados días de agachar la cabeza, de medir cada palabra para no incurrir en las zonas grises de la ley, de tallar cada frase para no llamar la atención (y la ira, claro) del poder, se echa de menos al diletante exquisito, al poeta y al dramaturgo, al polemista y al publicista, al enciclopedista, al argumentador iluminado, al aprendiz de científico, al filósofo provocador y alborotador, al prosista selecto, al duelista que tuvo que escapar a Inglaterra, según él en busca de libertades y de respeto para el intelectual y para el artista. Aunque Voltaire haya muerto hace algo más de doscientos años, las causas por las que luchó, los temas a los que les puso el pecho, siguen pendientes de aceptación y de aplicación sin condiciones: el tráfico irrestricto de ideas, la intangibilidad del intelecto, la independencia del ciudadano, la obligación de quien ostente el poder de rendir cuentas.
Mientras vamos rumiando cómo complacer al poder -unos gracias a los subsidios, otros alimentando la economía del consumo, los más alabando las carreteras- se necesita la vivacidad de Voltaire, sus juicios penetrantes, su irreverencia frente a los fuertes, sus reflexiones sobre los supuestos placeres de gobernar, sus sagaces -apócrifas o no- frases sobre política (“Yo conozco al pueblo: cambia en un día. Derrocha pródigamente lo mismo su odio que su amor”. “Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado.” “La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del ser humano.”) El legado de Voltaire vive en el pensamiento crítico, en la reflexión desligada del poder político, opuesta a catecismos y a fórmulas de conveniencia.