Nacer y vivir tiene una condición ineludible: morir. Vivimos condicionados por un tiempo que termina, que se acorta, que nos estruja y que finalmente golpea a la puerta. El tiempo que tuvimos ha concluido. La humanidad maravillosa finalmente aparece y desaparece intermitentemente pero existe como un todo ineludible. En el tramo que nos toca individualmente creamos fórmulas para existir; muchas veces estas se truecan en vacíos que nos asaltan y que podemos llenar con los más diversos pensamientos, quehaceres, movimientos, cambios o permanencias. En ocasiones el vacío puede arrasar el deseo de ser. Por ello la condición de vivir exige escoger, escoger minuto a minuto donde vamos, donde estamos, para qué o para quien. Mas no somos por lo que hacemos ni tenemos, somos lo que somos.
Si hasta fin del siglo XVIII, las sociedades vivieron ancladas a un dios cuidador y castigador estas se transformaron vertiginosamente en sociedades laicas. Las religiones comenzaron a actuar por separado, el Estado y posteriormente el Capital terminaron rigiendo nuestras vidas. Poco a poco éramos o existíamos en la medida en que poseíamos. Tener, acumular, excluir, diferenciar, se fueron convirtiendo en credo de existencia. Los espacios de expendio, atractivos lugares para afianzar el acumulamiento de capital material, son en la actualidad nuevas catedrales. Quien no posee y por ende no es capaz de controlar, no existe o existe marginalmente. Triste historia de la maravillosa condición humana…
El tiempo pasado no fue mejor, fue lo que fue. Quizás ahora contamos con mejores herramientas para vivir el planeta, quizás estas herramientas nos sean útiles para comprender un humanismo distinto al renacentista en la medida en que debemos volver a sabernos parte de la naturaleza, un animal más que debe navegar conforme sus leyes y necesidades. Es probable que la libertad individual y colectiva provocadas por los mismos movimientos laicos deba ser repensada y revivida con un enorme sentido de responsabilidad y de amor a nuestros prójimos: mi vecino, la piedra del camino, la pasajera nube o el creptante caracol. Finalmente somos uno y el asumirlo supone humildad y cuidado.
La otra cara de la libertad sin límites es la contención y sin el juego equilibrado de ambas, la muerte simbólica se arruma en la vida del ser . Las crisis económicas que “sufrimos” con tanto fervor, que los medios anuncian son, no me cabe la menor duda, enormes llamados a contenernos, a construirnos de otra manera. A ser más con menos, a ser tiernos y misericordiosos. ¿No es esto lo que todas las religiones del mundo propugnan? El reto es vivir y morir de otra manera.