Todo espíritu libre debe haber tenido alguna vez la tentación de convertirse en un anarquista. No el anarquismo destructor que odia el orden, sino el idealista que cree en la bondad esencial de la naturaleza humana que, aun sin leyes ni gobiernos, buscaría el orden. Al estilo de Ernesto Sábato que proclamaba: “¡Yo soy un anarquista! Un anarquista en el sentido mejor de la palabra. La gente cree que anarquista es el que pone bombas, pero anarquistas han sido los grandes espíritus como, por ejemplo León Tolstoi”.
La historia ha mostrado muchos casos de personas y comunidades que intentaron vivir sin Gobierno. El último intento fue el de una comunidad hippy que ocupó, en la ciudad de Copenhague, tierras abandonadas por el Ejército y estableció allí la ciudad libre de Christiania que duró cuarenta años, hasta que hace unos años un tribunal dictaminó que las tierras son de propiedad del Ministerio de Defensa de Dinamarca. Hasta ahora no se atreven a desalojarlos, pero subsiste solo como atractivo turístico y ejemplo de tolerancia de los daneses que ven con interés formas diferentes de vivir.
Los ciudadanos de Christiania no reconocen subordinación a ningún Estado ni pagan impuestos. No tienen Gobierno y sus mil habitantes, artistas, escritores, cineastas, tienen pocos acuerdos que norman su convivencia: no aceptan automóviles, no pagan por la casa en que viven pero no pueden venderla, toman las decisiones de común acuerdo, recogen la basura y procuran mantener la paz.
Durante la mayor parte de la historia, la humanidad ha funcionado en sociedades sin Estados, pero en la actualidad el Estado parece indispensable. La libertad del individuo para criticar a su Gobierno, parece derecho indiscutible en una democracia, sin embargo hay quienes consideran que se puede reprimir el derecho individual al desacuerdo en nombre de un supuesto consenso colectivo. La necesidad de afirmar al individuo ha vuelto de actualidad el tema de la anarquía.
Cuando un Gobierno toma decisiones como renunciar a la concesión de preferencias arancelarias para sus productos exportables; cuando renuncia a formar parte de la Alianza del Pacífico, un mercado que representa el 46% del mercado global; cuando proclama soberanía pero pone en manos de otro país y otro Presidente la decisión de normalizar las relaciones diplomáticas con cuatro países de Europa; cuando aumenta el presupuesto en un 7,8%, mientras el país crece en un 3%; cuando toma prestado del dinero de los afiliados y no registra la deuda de salud con la intención de sobrepasar el límite legal del 75%; cuando se toman estas decisiones, se comprende que hayan desacuerdos, se comprende que buenos empresarios le pidan al Gobierno que no ayude pero que no estorbe, y que los espíritus libres digan como Jorge Luis Borges: “Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos”.