'Vivir para contarla'

Mi compañera Estefanía Reyes me timbró este Jueves Santo, cuando en un restaurantico estaban a punto de multiplicarse los peces y los panes. Nos encontrábamos allí con Adriana, mi 'Amor en los tiempos del cólera', y con mis hijos. Y ya se sentía El olor de la guayaba. Y del pollo, de esos que todos los días posan ante el pelotón de fusilamiento. "Acaba de morir 'Gabo", dijo Estefanía. "¡Murió 'Gabo!", repetí tal vez con Ojos de perro azul. Y corrió ese murmullo frío de las malas nuevas.

La del maestro universal era ya la Crónica de una muerte anunciada, porque se conocía que se hallaba grave, pero no se deja de sentir el latigazo del dolor por la partida de un ser querido. Porque Gabriel García Márquez era un ser querido de todos. Amigo y familiar de todos. Está en nuestras memorias, en nuestra admiración, en nuestras bibliotecas... Casi todos lo hemos leído, ya por tarea escolar, ya por atracción, ya por cultura. Hay dolor, además, porque para el periodismo muere el maestro.

'Gabo' se nos iría un Jueves Santo, debimos sospecharlo. El mismo día en que expiró Úrsula Iguarán, la de su novela cumbre. Dios quiso tenerlo con él para resucitarlo de entre los muertos, como a Lázaro, y celebrar juntos la Pascua este domingo. Y para recalcarnos que el genio de Aracataca también tendrá su gloria eterna.

Y seguramente el Nobel quería probar a sus colegas, a ver qué tanto le aprendieron, y le pidió al de arriba que se lo llevara en Jueves Santo, al caer la tarde, que es La mala hora, porque él sabía que los viernes de crucifixión no circulan los periódicos. Quería verificar si aprendimos aquello de "la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino muchas veces la que se da mejor", como lo dijo un día.

Se fue Gabo, pero hay que Vivir para contarla: que García Márquez alcanzó lo que pocos logran: ser universal como el idioma. Todos sabían de él. El mesero, el celador del centro comercial, el taxista, todos comentaban su muerte, dolidos. Y a muchos que jamás lo vieron, pero lo leyeron, se les humedecieron los ojos. Así es de grande.

Yo lo conocí en persona. Una sola vez me dio la mano, esa con la que escribió 'Cien años de soledad', 'El otoño del patriarca' y decenas más. Estaba con otras dos figuras del periodismo: don Hernando Santos y el expresidente Alberto Lleras. Qué trío, en tres metros cuadrados. Y uno casi ni parpadeaba ni cerraba la boca. Ese y el momento cuando le dieron el Nobel, al que acudió con liquiliqui blanco, sencillo, más parecido a un acordeonero que a un genio de la literatura, son inolvidables.

Solo queda decirle muchas gracias por describir con incomparable belleza literaria la vida de nuestro país, nuestras violencias, nuestras tragedias, nuestras fortalezas como pueblo indómito y contradictorio, pueblo de realismo mágico. Su obra es eterna, como la gratitud misma. Enorme.

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