“Moriré con el pincel en la mano y una melodía debajo de mi almohada”, me dice Oswaldo Viteri, uno de los grandes maestros del mestizaje de la artes visuales latinoamericanas, y en sus ojos bulle el niño grande y triste que siempre lo habitó. Pero sonríe, y en ese gesto se condensa uno de los signos de su ciclónica personalidad: su reciura humana.
Jamás el artista ha bajado su cerviz ante ningún poder. Su creación visual se ha impuesto sin imposturas políticas, séquitos de cortesanos y marchantes que acompañan a algunos de los grandes artistas. Pero no hay soledad más dilatada que la de aquellos creadores que han accedido a los más altos vórtices del espíritu: este es el caso de Viteri.
Karl Jaspers advirtió que en escasos artistas hay siempre un elemento de hechicería. ¿Quién podría negar que este desborda en la obra de Viteri? Blanco y negro. Vida y muerte. Amor y desamor. El bien y el mal. Lo sagrado y lo profano. Negro y blanco: los estados puros del arte pictórico aprehendidos en su niñez, en los sótanos de la vieja casona de sus padres cuando se recluía para impregnarse de oscuridad y de luz. Obra que progresa a su propio comentario la de Viteri: su doble lenguaje. Él concibe el trazo material asimilado a un lenguaje-objeto: muñecos de trapo, arpilleras, casullas, cáñamos, medallas… en sus ensamblajes, esencia del mestizaje; la cromática desnuda o la densidad de la materia en sus otras expresiones.
¡Con qué arrebato ha explorado en la condición humana! (¿A qué museo del mundo irán sus Desastres de las guerras, testimonio excelso y atroz de lo que somos?). El arte pictórico comienza apenas concluida una obra o agotado un ciclo; en Viteri: collages, Desastres de las guerras, Zen, Taurinos, Cabezas, Desnudos… y se afina, al instante de iniciar otros.
Sin más reposo que él mismo, sin más gozo y dolor que él mismo, sin más rebelión y sosiego que él mismo, Viteri ha ido divulgando el áspero prodigio de la vida que es su obra pictórica.
“Lee esta frase de Quevedo”, musita, ofreciéndome un libro abierto: “Mejor vida es morir que vivir muerto”, leo la frase subrayada por un hálito de lápiz. “Yo he vivido”, concluye. El libro está dedicado por Manuel Viola, el artista español que vivió un tiempo en Quito y con quien compartimos una noche en la cual los dos pintaron en una pared: ¡Viva la Vida, Muera la Muerte! Exaltación y exultación de la vida. Somos tiempo que va deshaciéndose dentro del ser.
Hay en los textos Zen un elemento llamado “ko-tzu” que significa esa genial espontaneidad de la que hay que acusar a este artista: dominio de un original conocimiento de la humanidad y las cosas. Esta evidencia lleva hacia una más propia y veraz comprensión de la creación del artista que dio Ecuador al mundo.
Un pincel me persigue chorreando fuego y nieve cuando salgo de su casa museo, y una melodía –emergida de las entrañas de la tierra– se cuela en los oídos de mi alma.