La coherencia intelectual de quienes ejercen, impulsan y apoyan la violencia política está por los suelos. Aunque la violencia es una sola, está la buena, justificada y efectiva y la otra, la deleznable y represora.
La protesta violenta de los indígenas, mujeres, sindicalistas y activistas sociales, es la buena. La otra, la que por ley ejerce el Estado, la de las fuerzas del orden, es la mala. Claro, tal valoración se invierte sin rubor, si el Estado en cuestión está en la categoría de progresista o de izquierda.
La violencia callejera funciona. La de Ecuador, Chile, Colombia, Bolivia y México ha sido efectivas en los últimos meses.
Frente al vandalismo y el discurso incendiario, los gobiernos han cedido. Se atienden los requerimientos de quienes con violencia extrema protestan, acusando a las autoridades, paradójicamente, de ser los violentos. El mensaje para las nuevas generaciones es claro: la violencia reditúa y queda impune. Eso pasó con el lenguaje soez de dirigentes indígenas, con sus manifestaciones violentas y con el secuestro, humillación y maltrato que sus huestes ejercieron contra policías y militares.
Eso pasó también con quienes estaban, según diversos indicios, en Ecuador, Colombia y Chile, preparados y financiados para salir a las calles y, en acción concertada, llevar la violencia al límite. Su objetivo es desestabilizar a los gobiernos o, en su caso, defender a quienes cometieron un fraude electoral, como en Bolivia.
Algunas organizaciones de DD.HH. justificaron la violencia de los manifestantes y condenaron la del Estado –que por ley debe ejercerla para contener a quienes atentan contra otros ciudadanos–. Usan una doble vara, se exhiben incoherentes. Lo mismo podría decirse de muchos políticos y analistas, quienes con facilidad pasmosa partieron aguas entre violencia buena y mala.
La falta de Estado y de instituciones capaces de canalizar diferentes visiones, así como las injusticias y rezagos, son abonos para que la protesta derive en violencia y la incoherencia intelectual salga a flote.
Lo mismo habría que decir de la falta de policías profesionalizadas. Cuando varios de sus elementos superan los límites impuestos por la ley y abusan de su poder, atropellando derechos humanos, la violencia combustiona.
Habrá quien argumente que la violencia política, la callejera y la armada, siempre ha sido motor del cambio social y que no se puede evitar. A esta altura de la historia, me niego a sumarme a esa justificación.
Apostar por una democracia deliberativa, de debate y acuerdos, es más necesario que nunca, aunque los violentos se opongan. El reto es construir y perfeccionar instituciones independientes de los poderes fácticos, que canalicen los humores sociales, con reglas, límites, contrapesos y sin violencia.
La no violencia se edifica con más democracia y aplicación de la ley. La violencia ataca la democracia y se prende con autoritarismo, impunidad e intolerancia.
Columnista invitado