En buena medida, la “razón de la historia”, el argumento central del poder y del contrapoder, ha sido la violencia. Las conquistas son episodios de sangre y fuego.
Las revoluciones de todos los signos acceden al mando y se convierten en factores de dominación no por el consenso o el voto; lo hacen por las armas y con el tétrico ejemplo de las ejecuciones y la muerte. Las dictaduras son fuerza pura, imposición descarnada de las visiones del déspota. Incluso la Ley, en el más democrático de los estados, tiene encapsulada la violencia. ¿Qué es la amenaza de la pena, concepto fundamental del derecho sancionador? La Ley y su capacidad coactiva tienen en sí la fuerza, el ejercicio sistemático de la violencia racionalizada, o” justificada”, que, sin embargo, no deja de ser tal.
El Estado, al decir de Kelsen, es el monopolio legítimo de la fuerza.
1.- La violencia como recurso de la “civilización”.- La “civilización” sigue usando la violencia como solución final de los conflictos. Los ejércitos son instituciones que la articulan, profesionalizan y organizan. Las armas son herramientas de la fuerza. Lo que el mundo ha logrado en tantos años es, apenas, legitimar cierta violencia y someterla a algunas reglas. Con trágico realismo -o con inmenso cinismo- el mundo ha reconocido que es imposible, al menos hasta aquí, desterrar la violencia como razón final y como recurso eficiente del poder o del combate al poder. Allí radica la paradoja esencial entre civilización y recurso de la fuerza.
2.- La violencia, esencia del terrorismo.-El terrorismo tiene en sí una filosofía de fanatismo, violencia y muerte. Es la doctrina y la práctica de que la fuerza y el miedo son factores que mueven al mundo. Los terroristas, desde los tiempos del anarquismo ruso en combate contra el zarismo, edificaron una teoría sobre la intimidación por el terror y la eliminación del adversario por el ataque sorpresa. Inventaron el atentado contra la población civil e hicieron de la muerte un argumento para ganar adeptos por la “adhesión” o la complicidad que suscita el miedo. Al principio, el terrorismo buscó como víctimas a personajes relevantes, más tarde, y en nuestros días, el blanco fue el pueblo y, después, los símbolos de la civilización que prospera en un mundo que es mar agitado. Ahora las víctimas son el núcleo de la cultura occidental: los ciudadanos libres.
Los recientes ataques en París, Niza y Estados Unidos dejaron al mundo desnudo frente a la constatación de que la violencia es argumento que opera con idéntica eficacia en el centro de la civilización, en las selvas sudamericanas o en los desiertos del medio Oriente, solo que ahora la certeza de la muerte y la conciencia de inseguridad se extendieron a la ciudad origen del liberalismo político y de la tolerancia. Ya no es episodio propio de los países subdesarrollados ni lejana crónica de cualquier pueblo perdido. No es nota histórica ni asunto de novela. Es una realidad, una posibilidad que se agazapa concretamente en edificios, aviones, casas y restaurantes de las repúblicas imperiales. Es personaje posible que surge cualquier momento y que quiebra la vida con injustificable crueldad.
3.- La violencia como ruptura de la confianza.– La reinauguración del terror en el corazón de Europa debería servir de catalizador de una realidad que ha sido por algún tiempo ignorada, o cínicamente disimulada, en cuanto hecho cotidiano, por los poderosos del mundo. Además, la violencia que ataca a la modernidad y a sus símbolos proviene de una visión arcaica, y distinta de la vida, contrapunto de la cultura de Occidente. El fanatismo religioso y el fundamentalismo político, oponentes esenciales de las sociedades abiertas, resurgen con fuerza inaudita, superan a las medidas de seguridad y dejan inerme a una comunidad afectada ahora en su referente fundamental: la confianza.
Uno de los efectos del terrorismo de cualquier género es que rompe el tejido social y arma a todos contra todos. La sospecha cunde y por ese medio se aniquilan los lazos de solidaridad. El horizonte humano se modifica y se transforma en sociedades cuyas pautas se basan en la confianza y en la presunta seguridad que le brinda la organización política y judicial. Cuando la violencia se mete en una sociedad cambian los valores y se alteran las pautas de comportamiento. La gente queda herida en su ánimo, en su estilo de vivir, en la forma de ver y aceptar al vecino, en la actitud al caminar o al ir en autobús. De la despreocupación se pasa al sobresalto. Ese es el veneno terrorista. Se vuelve al estado de naturaleza primaria y a aquello que Hobbes decía del hombre convertido en el lobo del hombre.
4.- Colofón necesario.- Es hora de pensar al mundo con su violencia globalizada y de reconocer que, pese al desarrollo de la tecnología, pese al progreso entendido como entiende Occidente, en el núcleo de fanatismos religiosos y políticos, prosperan las misma sin razones de la violencia y los mismos argumentos del terrorismo como fue hace siglos. Tras estos hechos está el inevitable y fatídico tema del poder al que se ataca y del poder que responde. Está, con frecuencia, el frenesí por llegar a dominar o por torcer el rumbo del que domina. Está el odio. En medio, está el hombre desprovisto de armas, la víctima que no admite que la violencia pueda operar como razón ni que la muerte de inocentes sea argumento para nada. Nunca lo será en el alma del hombre limpio que, pese a todo, es la mayoría en este tiempo dolorido y absurdo.
Está también el ideal de la paz, de la convivencia civilizada, de la tolerancia, de la democracia entendida como homenaje a las libertades y como método de expresión de los derechos.