Estremecidos por la inhumanidad de la noticia, hemos leído que un niño palestino fue quemado vivo en Jerusalén como reacción a la muerte de tres jóvenes israelitas asesinados por fuerzas extremistas palestinas.
Estos episodios de odio y venganza han desatado los horrores de una guerra que se conduce desde la Franja de Gaza y contra la Franja de Gaza. Ya hay más de 100 muertos. Y todo esto, poco después de que el papa Francisco reuniera en el Vaticano a los líderes de Israel y Palestina para orar juntos por la paz.
En Siria, la tiranía de Assad y la violencia han producido más de 150 000 muertos. La atención del mundo que hace poco se concentrara en ese drama se ha dirigido ya hacia otros ámbitos.
Assad está reconquistando, con todo su aparato militar, las zonas aún rebeldes. En Crimea, fanatismos nacionalistas e ideologías políticas han ensangrentado la región, repitiendo, con variantes, escenarios ya ocurridos en Abkasia y Osetia. El inestable equilibrio político-militar de Iraq se está viniendo al suelo ante el germen de nuevas cruentas luchas.
Más cerca de nosotros, en Venezuela, los problemas económicos y los embistes gubernamentales contra libertades y derechos dieron origen a protestas estudiantiles. Más de 40 muertos fueron el resultado de la represión.
Las organizaciones regionales emitieron tibias resoluciones que, fundadas en coincidencias ideológicas, pretendieron equiparar la violencia gubernamental con las legítimas protestas populares. La situación sigue explosiva, pero la atención pública se dirige ya hacia otros ámbitos.
Quienes responden con violencia a la violencia aducen hacer uso de un derecho. Saben que sus excesos pueden suscitar críticas que, casi siempre, pierden fuerza y terminan obscurecidas -espontánea o premeditadamente- por otros temas de preocupación colectiva, pero olvidan que nada es más nefasto que la ley del Talión, en lo personal, nacional o internacional, como ha ocurrido entre Israel y Palestina, en donde la lógica de la retaliación multiplica odios y venganzas.
Ya es hora de que la conciencia civilizada de la humanidad no pida sino exija a los actores del drama en el Medio Oriente que actúen con realismo, generosidad y buena fe y paguen la cuota de renuncias que les corresponde para vivir en paz.
El reconocimiento de los dos Estados -Israel y Palestina- debe ser el inicio de un proceso de laboriosa pacificación de los espíritus, que abra las puertas a la paz y la cooperación, labor que, precisamente por ser gigantesca y compleja, es urgente e indispensable.
La ONU es el escenario en el que todos los países del mundo deben contribuir en tal sentido, sobrepasando inclusive los límites políticos que inmovilizan al Consejo de Seguridad. La defensa de los derechos humanos no debe entrar jamás en vacaciones.