Desde hace mucho tiempo los marineros lo sabían: si su nave no dispone de medios propios que puedan propulsarla (fuerza humana para mover muchos remos o energía mecánica generada por motores), solo dependerá del viento para poder avanzar hacia su puerto –es decir, la fuerza que le brinda la naturaleza. Pero si el viento le llega desde la proa, esa misma fuerza dejará de ser el medio de arribar a su destino y se convertirá en obstáculo para lograrlo.
En las instituciones que el ser humano ha inventado para hacer posible la vida social ocurre exactamente lo mismo que en el mar. Solo que, en ese caso, el ambiente “natural” de las instituciones es aquel que el mismo ser humano ha inventado como propio, y ese ambiente es la cultura. Desprendiéndose de la naturaleza (de la que nunca llega a separarse del todo) y dominando sus leyes para beneficio propio, los seres humanos hemos creado un mundo de valores, creencias y saberes sin el cual solo podríamos regresar al reino de la violencia en una lucha de todos contra todos para poder sobrevivir. A veces, sin embargo, la insensatez se ha impuesto y ha conducido a muchas sociedades hacia la creación de condiciones que, como los vientos de proa, obstaculizan la consecución de sus metas más deseadas.
Tal es el caso de la flamante Ley de Cultura, que si bien contiene disposiciones que favorecen el desarrollo cultural, incluye otras que lo bloquean. Las que mejor pueden asimilarse a los vientos de proa son aquellas que se refieren a la Casa de la Cultura, que no solo ha visto destruida su unidad institucional mediante la separación de la matriz de sus núcleos provinciales, sino que ha perdido su autonomía, es decir, el motor de su propio navegar. Una matriz (cuyo actual nombre es “sede nacional”) sin objetivos propios, carente de autoridad y desprovista de presupuestos propios, es una nave que navega con viento de proa.
Las nuevas autoridades de la Casa, que acaban de ser elegidas en cumplimiento de las normas legales vigentes, saben que su primera tarea será la de lograr la necesaria reforma legal, aprovechando el clima favorable que parece haber llegado junto a los primeros anuncios del verano. Camilo Restrepo lo sabe y ha regresado a la función que ya desempeñó hace veinte años, dispuesto a realizar esa tarea. Cuenta a su favor no solamente el clima de distensión que hoy se siente en la República, aparentemente apropiado para alcanzar las rectificaciones necesarias, sino también con el apoyo de la totalidad de los núcleos provinciales (hoy “casas de la cultura” de carácter local), y no en último lugar con la presencia de Raúl Pérez en el Ministerio de Cultura, cuya condición de ex-presidente de la misma Casa debe ser tomada como una garantía de coincidencia con la aspiración institucional de navegar con sus propios medios, que no se pueden reducir a la valiosísima fuerza humana de los gestores culturales que deben ser sus remeros, sino que incluyen también el motor indispensable de su autonomía administrativa y de gestión.
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