Estos son buenos tiempos para la llamada revolución ciudadana y para el Régimen. No hay -por lo menos no están a la vista- nubarrones en el horizonte ni hay -por lo pronto- razones que lleven a la preocupación.
No hay amenazas políticas internas, al menos de momento. El resultado ideal y soñado de una estrategia que mezcla en perfectas proporciones la intimidación, el insulto y la propaganda es un dudoso ambiente de estabilidad, una cuestionable sensación de cierto equilibrio. No hay, y se ve muy difícil que haya, una oposición política medianamente organizada, incluso en el mediano plazo. Cualquier intento de oposición crítica se basa en el ego de sus protagonistas y en sus súper yos. Cualquier político o aspirante a político quiere tener su propio partido y, por supuesto, a su medida. Nadie se anima, tampoco, a organizar ningún tipo de paro, huelga o manifestación como en los viejos tiempos, de modo que este es un frente de desestabilización menos. Si a esta fórmula añadimos que la táctica de hostigar a la prensa independiente ha dado ya sus rendimientos (ya no hay periodistas críticos en la televisión y la prensa empieza a acusar los golpes) la mesa está servida.
El flanco internacional también aparece relativamente apacible. El Régimen logró sortear relativamente indemne las acusaciones de vínculos con los grupos guerrilleros, bajó el tono de la confrontación con el Gobierno colombiano y se creó un ambiente bastante favorable para restablecer las relaciones internacionales en el corto plazo. En paralelo (aunque en este tema nunca se sabe) se nota un cierto distanciamiento, o quizá menos ganas de seguir aplastando el acelerador, en la emulación del fracasado y desprestigiado modelo venezolano. Puede ser porque el modelo se ha vuelto indefendible: delirante y lindante con la chifladura en lo político, angustiante y fronterizo con la quiebra en lo económico. También puede ser que haya (y en este campo igualmente se debe ser escéptico) cierta reconsideración a apretar relaciones con regímenes de por lo menos dudosa reputación, como el iraní. Se huele –al menos hasta la próxima- a cierta e incipiente apertura.
Finalmente, le economía no colapsó. O por lo menos la economía de las cosas caras’ A pesar de los peores presentimientos de los economistas, la dolarización nunca (todavía) se vino abajo, los restaurantes de lujo siguen llenos, cada día circulan más (y más suntuosos) automóviles por las calles, los bancos te llaman para ofrecerte créditos “pre-aprobados” y nuevas tarjetas de crédito, y es cada vez más difícil conseguir un asiento en los vuelos al exterior. Viento en popa. Velas hinchadas, hasta nuevo aviso.