Siempre quise ser viejo. Desde niño. Quizás fue la imagen apacible de mi abuelo Roberto la que alimentó el deseo. Lo recuerdo en su mecedora mientras escuchaba la radio todas las mañanas, cuando sintonizaba en onda corta noticias sobre Cuba, la tierra de sus padres antes de desembarcar en Colombia. Gozaba del retiro con modestia y sosiego, rodeado del amor de su familia en aquella vida austera de la Barranquilla de mediados del siglo XX. En mi admiración temprana por la vejez me encantaba la compañía de los mayores. Buscaba en ellos su sabiduría. O tal vez seguridad frente a los tantos interrogantes e incertidumbres del mundo hostil que descubre la adolescencia.
Todos los años, en las Pascuas navideñas hacíamos un recorrido familiar que terminaba en casa de las ‘nenas’ De la Peña, mis tías abuelas, solteronas y llenas de bondad, listas a conversar sobre las últimas noticias de la política hasta el final de sus días.
Siempre quise ser viejo. Pero ahora, ya cincuentón, me asaltan dudas. No las motivan las arrugas, ni las canas, ni las señales de calvicie. Con la edad nos rodean mayores preocupaciones por la salud. Sin embargo, mis ilusiones de vejez se han frenado por otras razones.
Con los años me ha sorprendido algo que no esperaba: el paso cada vez más acelerado del tiempo. Los días parecen más cortos. Las horas no alcanzan para hacer todo lo que quisiera hacer. Al terminar la primera semana de cada mes, me encuentro a veces afanado porque siento la cercanía del mes siguiente del calendario, a pesar de que aún esté distante más de 20 días.
Parece solo ayer cuando festejaba las navidades del año pasado. Apenas pasará marzo cuando sentiré que el 2012 estará acercándose a su fin.
Mis expectativas de esa vida apacible y sosegada que asociaba con la vejez se han visto así frustradas por los atropellos del tiempo. Quizás los atropellos del tiempo se hacen sentir con más fuerza en países con marcadas estaciones que en el trópico. Si los días largos del verano introducen cierta placidez, el ciclo de las estaciones me produce angustia; acelera la marcha del reloj. Pero en cualquier hemisferio, el paso de los años vuelve notable la diferencia entre el tiempo físico y el tiempo psicológico -este último se hace con la edad cada vez más corto-.
“Después de cumplir cien años, el organismo deja de deteriorarse”, dice Michael Rose.
Mantengo mi admiración por la vejez, así haya frenado mis deseos de ser viejo. Sigo viendo allí la fuente de sabiduría que solo pueden conferir la edad y la experiencia. Me descubro con frecuencia tarareando aquella canción de Piero popularizada en la década de 1970, “viejo, mi querido viejo”. Prefiero mejores encuentros con la vejez. Habría que derrotar las ansiedades frente a las marchas del reloj. Tal vez así sea posible recuperar aquella aspiración de llegar a viejo.