Me lo confirmó, desalentado, un miembro de la nomenklatura que viaja al exterior en funciones comerciales: “el Viejo es el freno”. En efecto: se sabe que la inmensa mayoría de los cubanos, incluidos los de la clase dirigente, quieren cambios profundos en el terreno económico (muy pocos se atreven a hablar de cambios políticos), pero también se sabe que el gran obstáculo que hasta ahora lo ha impedido es la terquedad estalinista de Fidel Castro.
Fidel es quien se ha opuesto a que los cubanos puedan comprar y vender libremente sus viviendas o automóviles; quien durante décadas bloqueó los mercados libres campesinos que hubieran aliviado la miseria de sus compatriotas. Fue él quien, en 1968, en medio de un arrebato colectivista, confiscó y destruyó 60 000 microempresas privadas que hacían la vida menos inclemente a los cubanos.
Raúl, sin embargo, en petit comité insiste en que habrá cambios sustanciales. ¿Habla en serio? Si así fuera, debería aclarar de inmediato dos aspectos esenciales: cuál es el alcance de esos cambios y quiénes van a llevarlos a cabo.
De acuerdo a las amargas palabras, en privado, claro, de un diputado que no lo quiere nada, los cambios los determina Raúl y los ejecutará su camarilla. Pero esa filosofía no funciona a estas alturas de la dictadura. Los mismos que han provocado, prolongado y administrado el desastre durante medio siglo han perdido la confianza de la sociedad. Los cubanos desconfían y se sabe que el elemento fundamental en cualquier proceso radical de cambio es el entusiasmo de las gentes.
Raúl se mueve con un pequeño grupo de militares, y le ha dado un enorme poder extraoficial a su hijo Alejandro Castro Espín, un coronel del Ministerio del Interior formado en la desaparecida URSS, señalándolo, de facto, como el heredero de la dinastía. Alejandro ha creado, a su vez , un fantasmal organismo que supervisa, controla y aterroriza a todo el aparato gerencial gubernamental.
Si, finalmente, Raúl admite que el colectivismo es irremediablemente improductivo, que es tanto como decir que el marxismo-leninismo es un disparate, no es cuestión de despedir a medio millón de trabajadores con la esperanza de que se pongan a criar conejos o se alquilen como payasos en las fiestas infantiles, sino de hacer “cirugía mayor ideológica” (la frase es de un profesor de la Universidad de La Habana).
Ello implica un debate general dentro y fuera del Partido Comunista, institución, como la Asamblea Nacional del Poder Popular, corresponsable del hundimiento del país, y comenzar a planear una asamblea constituyente que liquide la Constitución que le da sentido a un sistema que no sirve. Para que ocurra algo así van a tener que amarrar y sedar a Fidel Castro, dado que insiste testarudamente en no morirse. Según murmura la nomenklatura, el ‘Viejo’ es el mayor obstáculo.