Había una vez un gobierno al que no le gustaba la crítica. Y no solo eso: la perseguía, la atosigaba y condenaba a sus críticos. Mientras el país se debatía en sus dramas cotidianos, el mandatario libraba una reiterada batalla contra los medios. A estos acusaba de sembrar la desunión y de tergiversar sus actos a favor de la patria. Al principio les contestaba en los horarios pagados incluso por aquellos que lo cuestionaban. Distribuía avisos entre los leales, amenazaba con cerrar la boca a quienes siguieran cuestionando su “democracia popular”. La estrategia le funcionaba bien. La gente se distraía en estos ditirambos retóricos y al gobernante le era útil encontrar todos los días alguien a quien cuestionar o zaherir. Él estaba por encima de todo. Daba lecciones de buenos modales al tiempo que escupía odio y resentimientos con palabras hirientes y gestos brabucones. Su poder y él eran impunes, los demás: no. Era su lucha por un “país mejor” según él pero que en realidad no pasaba de ser un sainete bien montado que encubría sus verdaderos propósitos.
No se podía jugar a ser demócrata de boquillas cuando en el fondo se era profundamente autoritario. Los poderes del Estado se concentraban en sus manos mientras apuraba leyes para cercenar todas las libertades posibles. No era suficiente con utilizar los fondos públicos para financiar a “la prensa amiga”, había que ahogar a las demás por todos los medios a mano, de manera de asfixiarlas económicamente y producir su cierre. El pueblo no era completamente tonto. Siguió creyendo en ellos y financiándolos con la adquisición de sus ejemplares la fidelidad a sus programas de radio y televisión. Pero un día de esos, el mandatario decidió sacarse el antifaz de demócrata y arremetió contra quienes lo cuestionaban y criticaban. Pidió a la justicia cómplice la pena más severa. “Cárcel e indemnización”- gritó a voz de cuello mientras miraba a su alrededor para buscar actitudes serviles de esa corte que todo autócrata gusta reunir y reunirse.
El proceso judicial fue una farsa como lo es cualquier institución en un país donde el poder político no tiene contrapeso. La sentencia fue cruel, injusta y, por sobre todo, denigrante a la libertad de expresión y de prensa. Todos lo cuestionaron pero él se marchó a alguna isla a entonar un par de canciones con un trío desafinado en democracia y reacio a la libertad. Al pueblo solo le quedó resistir. Ahora vendrán por cada uno que intente levantar una voz crítica. ¿Si han podido con el que más, porque no vendrán por los que menos?, preguntó al pasar un ciudadano juicioso que veía caer de nuevo la noche autoritaria. El mundo condenó al presidente devenido en tirano y este repudió los ataques afirmando que lo hacían contra su país y que él era el mejor intérprete de sus profundos valores nacionales.