Circula en las redes el llamamiento hecho por altas personalidades del mundo, encabezadas por Habermas, con el fin de recordarnos el respeto que debemos a toda vida humana. El motivo de este llamamiento es la situación que el covid-19 ha creado en todas partes, pero especialmente en las regiones que suelen ser identificadas con el eufemismo de “regiones de menor desarrollo”. Ya sabemos que tal eufemismo no llega a ocultar la pobreza, que es el verdadero distintivo de esas regiones. La conocemos bien, porque convivimos con ella y sabemos que consiste en la ausencia crónica de los recursos indispensables para la vida. Esta pobreza, frecuentemente escondida detrás del falso esplendor de las clases privilegiadas, se hace evidente en situaciones como la actual: el maligno virus se difunde por toda la sociedad, pero es entre los pobres donde hace su agosto. Los médicos que atienden en los hospitales se encuentran impotentes ante un enemigo desconocido e invisible, y tratan de hacer milagros, pero llega inevitablemente el momento en que deben tomar decisiones dramáticas.
Pongámoslo en estos términos: entre los enfermos que están a cargo de un médico hay dos que experimentan serias dificultades para respirar, pero el médico solo dispone de un respirador. ¿A quién se lo da? Algunos se inclinan por el más joven. Su argumento más usado dice que el otro, que es viejo, ya ha vivido su vida y actualmente es una carga: consume y no produce; luego, su vida es menos necesaria.
El mentado argumento me recuerda que la señora Lagarde, cuando aún dirigía el FMI, dijo alguna vez que en el mundo había demasiados viejos, insinuando que los viejos constituimos un lastre que impide el desarrollo. Y me dicen (no lo he leído con mis ojos) que el señor Gates ha expresado ideas parecidas, incluyendo la palabra “genocidio” junto a la palabra “solución”. ¿El estado ha encontrado entonces la gran oportunidad de reducir la carga inútil que representamos los viejos? Lo terrible de un pensamiento semejante es que coincide exactamente con la lógica de Hitler en la Alemania nazi: consiste en elegir un grupo (los judíos, los indios o los viejos) para hacerlo responsable de todos los problemas.
Aunque mi voz apenas llegue a sonar en un círculo pequeño, muy pequeño, la levanto junto a la de quienes han recordado que toda vida humana tiene exactamente el mismo valor, independientemente de cualquier determinación particular (edad, sexo, etnia, etc.). La solución no consiste en conceder a los médicos el dudoso “derecho” de elegir quién debe vivir, sino en proveerles de los recursos suficientes (incluyendo una excelente formación científica y ética). El enemigo no es el paciente viejo, sino el virus. Los gobiernos tienen la obligación de multiplicar los recursos necesarios para asegurar la salud de todos los ciudadanos, sin trasladar los costos a los trabajadores menos remunerados.