Aunque el 55% de los escoceses se haya pronunciado en contra de la tesis separatista de Alex Salmond, líder del Partido Nacionalista Escocés, la victoria de los unionistas y, concretamente, de David Cameron, primer ministro del Reino Unido, tiene, más bien, un sabor a derrota.
Cameron se había opuesto con fuerza a cualquier iniciativa que supusiera otorgar más prerrogativas a Escocia en torno al manejo de sus finanzas públicas (fijación de gastos e impuestos, fundamentalmente) y de sus políticas de salud y educación (Escocia es, por ejemplo, el único lugar del Reino Unido donde la educación todavía es gratuita).
Pero esa negativa de Cameron fue precisamente la que provocó que la alternativa del “Sí”, es decir, el respaldo a la independencia de Escocia, fuera tomando fuerza entre el electorado. Ese respaldo creció tanto durante las últimas semanas que el mismo premier británico debió presentarse en público para hacer una serie de ofertas autonómicas a los escoceses que antes él mismo consideraba inaceptables.
De esta forma, Gran Bretaña ha logrado conservar una pieza clave de su reino pero, a la vez, ha abierto enormes expectativas en torno a la necesidad de reformar su sistema de gobierno. Por el momento, Cameron ha dicho que las atribuciones autonómicas que recibirá Escocia también serán extendidas a Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. No se sabe, sin embargo, qué podría ocurrir con el Reino Unido, como entidad estatal, si se produjera una descentralización excesiva…
Esto quiere decir que el fantasma del separatismo británico está lejos de ser conjurado. Los movimientos autonómicos surgen, en primera instancia, entre quienes sienten que el Gobierno Central les impone demasiadas cargas impositivas y les entrega pocas contraprestaciones económicas y sociales, a cambio.
El problema está en que los políticos a veces utilizan ese sentimiento de legítima inconformidad para promover agendas más radicales que apelan a nacionalismos extremos; y ya sabemos que los experimentos políticos que exaltan valores excesivamente localistas terminan siendo un desastre.
Los movimientos nacionalistas –que también sufren países como España e Italia– minan el “Legado de Europa”, como lo llamó un editor de Stefan Zweig. Para Zweig, aquel legado era la conciencia libertaria y humanista que fuera inaugurada por Montaigne, continuada luego por Shakespeare y Goethe, y que perdura gracias a Rainer María Rilke y a Joseph Roth, por ejemplo.
Más que un continente, Europa era para Zweig una “patria espiritual”, un lugar que él vio estallar en pedazos precisamente a causa de nacionalismos exacerbados. Los líderes autonomistas deberían tomar nota de las lúcidas advertencias que, en su momento, hiciera este escritor austríaco.