Nosotros deberíamos conocer la receta de la victoria en las elecciones porque hemos visto muchas victorias últimamente. Hace unos quince años empezaron a ganar elecciones, en el vecindario latinoamericano, figuras y estilos que no solían estar entre los triunfadores. No solo llegaron al poder sino que triunfaron durante una década y nos obligaron a elaborar diagnósticos, desde los más simples hasta los más complejos para entender lo que había ocurrido en la política.
Los diagnósticos más sencillos culpaban a la gente, su falta de preparación, su ingenuidad política, su emotividad; se resumía con humor negro en la fórmula del número infinito: “el número de los ingenuos es infinito”. Las fórmulas más complicadas elaboraron nuevas teorías políticas y nuevas formas de representación sin la mediación de los partidos, la prensa y las organizaciones. El ejercicio del poder como relación directa del líder con el pueblo, sin limitaciones ni fisuras porque el líder y el pueblo se identifican plenamente.
Sin medios de comunicación en su rol tradicional, sin organismos de control, sin partidos, el poder empezó a fabricar al enemigo, a fabricar la verdad y construir el modelo de la felicidad. Todo iba bien hasta que apareció la corrupción, la crisis económica, la decepción y el aburrimiento. Los líderes empezaron a desplomarse porque ya no brindaban seguridad ni generaban confianza.
El proceso se repite en la democracia más desarrollada, defensora de principios como la libertad, el bien común, el patriotismo. Nadie se explica un candidato que sin encarnar ninguno de esos valores está a las puertas de la Casa Blanca.
Por primera vez en la historia de Estados Unidos un candidato que viene de fuera y reta a fondo al sistema merece respaldo popular. Reúne los antivalores que hubieran eliminado a cualquier aspirante. Para un país moralista se presenta un machista con lenguaje de carbonero y ademanes de sátiro; para un país que cultiva el patriotismo se exhibe como admirador y aliado de Vladimir Putin; en el país de las libertades aparece un autoritario y atrabiliario magnate con ínfulas de reordenar su país y el mundo; en una sociedad que cree en el bien común y las oportunidades para todos, surge un heredero ególatra que ha timado los impuestos. Avanza derrotando a congresistas, académicos, hijos de presidentes y los líderes de su propio partido a quienes les impone su candidatura; desafía también a la poderosa maquinaria informativa.
Nadie se explica cómo surgió este engendro que avanza como la marabunta y amenaza con destruir todo a su paso.
Su contrincante, la señora Hillary Clinton tiene, aparentemente, una sola mancha: el uso de un servidor privado en lugar del oficial para intercambiar correos cuando era Secretaria de Estado. Todos, agotados, quieren que termine ya la campaña aunque llegue la marabunta.