Llega un momento en que no soportas más. Estás hacinado en tu cuarto de dos metros cuadrados, enterrado en medio de una montaña de ropa, platos de cartón, zapatos, libros y la televisión encendida, sonando a todo volumen. Un calor inclemente entra por las ventanas apabullándolo todo, haciendo que todo a tu alrededor parezca hueco, carente de dimensión y sin vida.
En uno de esos momentos, te llega como un vaho de amor propio, un valor inesperado, una energía que no conocías que te hace poner de pie y meterte a la ducha. Lo que te hizo levantar fue el deseo de escribir, de crear con palabras.
Descubres que en los peores momentos, cuando tocas fondo, cuando apenas sientes fuerzas para estar vivo, lo único que te queda, la última fuerza de voluntad que tienes -ese motorcito que mantiene tu corazón latiendo- es el deseo irrefrenable de escribir. Podrás perderlo todo, tu familia, tu trabajo, tus amigos y aún así permanecerás vivo si eres capaz de escribir, de pergeñar oraciones y ponerlas una después de otra, hasta que hagan sentido.
Sales de la ducha, te preparas un café, te pones algo muy sencillo -una camiseta y unos shorts- y vas a la biblioteca con tu computadora. El aire acondicionado te refresca el cuerpo, alivia tus sentidos y te ayuda a pensar con mayor claridad. Buscas un lugar fresco y poco concurrido.
Lo encuentras: es el cubículo donde están los libros de autores que escriben en alemán. Te acomodas y comienzas a teclear incesantemente, sin pensar demasiado en lo que escribes. De cuando en cuando das una ojeada a tu alrededor y sientes que los libros de Grass, Mann, Broch y Cannetti te hacen un guiño de complicidad. Aquellos autores también pasaron largas horas frente a un papel en blanco escribiendo ‘cosas’: ideas, fórmulas, metáforas, palabras sueltas, sueños. No es coincidencia que hayas escogido aquel lugar. Aquellos autores, sobre todo Broch, te han deslumbrado con su forma de pensar y escribir (que al final es lo mismo).
Escribir de lado y no de frente porque, de lo contrario, te quemas, te cansas demasiado rápido, te expones a emociones demasiado fuertes que tal vez no seas capaz de manejar al principio, porque son demasiado importantes.
Entonces debes dar media vuelta e intentar un nuevo acercamiento, esta vez mucho más pausado, más cerebral, si se quiere. Agazapadamente, con el cuidado de una leona al acecho, así llegarás a dar caza a tu presa y no mostrándote de cuerpo entero desde el principio, cuando estás a centenares de metros de tu víctima, y mientras lanzas gritos estentóreos de guerra. Agazapado, de lado, como quien no quiere la cosa, así llegarás a escribir algo de alguna importancia.