En agosto del año pasado, hace apenas diez y seis meses, el país discutía la situación del vicepresidente Glas, inmerso en las denuncias de corrupción de Odebretch y más casos hasta ahora no definidos, como el de Caminosca y otros igualmente cuantiosos y graves. El contrato para construir Coca-Codo-Sinclair debe ser fiscalizado y establecidas las razones para que su costo haya aumentado desmesuradamente y también para que las fallas técnicas sean subsanadas.
No hubo entonces la elemental sensibilidad del vicepresidente para dar un paso al costado y evitar el agravamiento de la crisis institucional que se presentaba.
Transitamos hoy por un camino parecido, aunque incomparable en los montos investigados y en su origen. Se trata ahora de los “diezmos” que, parece, eran más generalizados de lo que se sospechaba. Asambleístas, funcionarios públicos, agnados y cognados aportaban “voluntariamente” al partido y al “proyecto”. Financiar limpiamente a los partidos es necesario. Así pueden funcionar adecuadamente, capacitando a sus militantes, organizando células y estructuras permanentes, no solo para la acción partidista, sino para que cuando triunfen en las elecciones –la meta de todo partido- estén preparados para gobernar.
Por supuesto, ese financiamiento, para que cumpla con el fin señalado, debe ser claro y transparente. De él se deben rendir cuentas. Nada debe ser oscuro ni secreto. Para evitar aportes oscuros o interesados, debe ser el Estado el que financie, con transparencia, la actividad política.
Las denuncias presentadas por varias personas allegadas a las que les facilitaban cargos y prebendas, desnudan los bajos mundos en los que se vivía: intereses cruzados, incondicionalidades interesadas, miedo y servilismo. Tan pronto algo se descuadra arde Troya. Si la práctica de los diezmos era generalizada, falta todavía mucho por saberse.
La situación de la vicepresidenta Vicuña, como fue la del vicepresidente Glas, enerva el panorama político, desgasta al Gobierno aunque no tenga nada que ver en el asunto, desprestigia a la política -cada vez más vista como una mala palabra- y debilita la precaria institucionalidad nacional.
La situación de la Vicepresidenta parecía insalvable. La Fiscalía inició una indagación. La Asamblea le pidió la renuncia, que le ponía al borde de la destitución. A pesar de que el camino para un juicio político es complejo, a eso se arriesgaba la Vicepresidenta, a su destitución, como sucedió con el vicepresidente Glas, tan arrogante y cínico, tan falto de sensibilidad política y estética, indispensables en quien ejerce tan alto mando.
La renuncia de la vicepresidenta Vicuña puede ahorrar al país la agonía a la que se preparaba, evita mayor deterioro institucional y a ella, posiblemente, mayores consecuencias personales.
Ha tenido la sensibilidad que no tuvo Glas, a quien prácticamente renunciaron, con sentencia judicial de por medio.