En su ‘Enciclopedia de la Política’, Rodrigo Borja Cevallos registra dos definiciones de golpe de Estado: la del francés Gabriel Naudé, como “un acto realizado por el gobernante para reforzar su propio poder”, y la suya, como “un cambio violento de gobierno operado con transgresión de las normas constitucionales, cuyos actores son los propios gobernantes”. Estas dos definiciones, aunque ninguna puede ser completa ni abarcar todas las formas de golpe de Estado, reúnen como elementos esenciales y comunes los siguientes: es un cambio impuesto con violencia, implica “transgresión de las normas constitucionales” y sus “actores son los propios gobernantes”, que buscan reforzar su poder.
A lo largo de la historia, ningún golpe de Estado ha sido igual a otro. Sin embargo, en la misma acepción, Rodrigo Borja, luego de afirmar que la expresión golpe de Estado “ha modificado su sentido con el tiempo”, manifiesta que “en la literatura política se ha considerado como caso típico de ‘golpe de Estado’ el que consumó desde el poder Luis Bonaparte, en Francia, el 2 de diciembre de 1851”, que fue analizado y criticado por Marx, como debe recordar el lector, en ‘El Dieciocho Brumario’, publicado en 1852: en efecto, disolvió la Asamblea Nacional y convocó un plebiscito para ‘legitimar’ sus actos y dar a Francia una nueva Constitución.
Nuestra mala memoria política es crónica. Han pasado apenas cinco años y ya hemos olvidado que el actual dictador de Carondelet consolidó su poder mediante un típico golpe de Estado: como no tuvo la anuencia inmediata del Congreso Nacional para convocar a una consulta popular, sometió al Tribunal Supremo Electoral con un asalto violento y delincuencial (hasta esta fecha la Fiscalía no ha investigado ni ha sancionado a sus actores), destituyó inconstitucional y arbitrariamente a 57 diputados (sustituidos por los sumisos suplentes de los manteles), convocó a una consulta popular violando las normas constitucionales e impuso una Constitución, cuyo texto, en un acto formal e irreflexivo, ratificó el pueblo ecuatoriano.
Compare usted, lector, los procedimientos seguidos por Luis Bonaparte, el pequeño, y Rafael Correa, el grande: transgresión desde el poder de disposiciones constitucionales, realización de actos violentos para someter al Congreso Nacional (Asamblea), convocatoria a una consulta popular (plebiscito) e imposición de una Constitución con un texto aprobado tramposamente. Ahora, el inefable dictador de Carondelet, que nuevamente se golpea el pecho y protesta indignado como integrante de un desafinado coro de gobernantes antidemocráticos y autoritarios, en un acto fariseo de injerencia inaceptable en la política de otro Estado, ha olvidado sus innegables antecedentes golpistas. ¿Es olvido o manipulación? ¿Es hipocresía o cinismo?