El 23 de diciembre, antes de Navidad, se perdió Verdel. Se hizo un hueco en el estómago de todos por la desaparición y el destino incierto del miembro perruno de la familia. De inmediato se organizó el operativo para encontrarlo. Se recorrió calles y parques cercanos a la casa y de varios barrios vecinos. En los siguientes días se extendió el perímetro de búsqueda sin ningún resultado. Mientras, el hueco de la incertidumbre se hacía más grande y la pena se extendía, debido a la cada vez más cierta constatación de la pérdida definitiva. La Nochebuena se transformó en taciturna toma de algún plato en un restaurante.
Hablaron con la Policía del barrio, con guardianes y porteros; elaboraron cartelitos y pegaron en los postes más visibles. Y se hicieron las llamadas respectivas al 911 para pedir información de sitios de acogida para perros de familia extraviados. La respuesta fue desoladora. Ni el Municipio ni el Estado central tienen alguna política e instituciones para estos casos.
Sin embargo, si del Estado no vino nada, la respuesta llegó de la sociedad. Los parientes, los amigos y gente de buena voluntad se hicieron eco de la urgencia a través del teléfono y de las redes sociales. Surgió la información de la existencia de organizaciones no gubernamentales dedicadas a acoger, alimentar y buscar a las familias de los perritos perdidos.
Son verdaderas redes que involucran la infraestructura institucional de las ONG e, incluso, de hogares que brindan sus casas particulares como refugio temporal para los peludos perdidos.
Por la persistencia de la familia y por la reacción pronta de la red ciudadana de protección animal Verdel fue encontrado en una clínica veterinaria, adonde fue llevado por una persona de grandes sentimientos, María Elena, que lo rescató de un parque, la medianoche de Navidad. Encontrarlo, el 26 de diciembre, fue el mejor regalo de Navidad, no solo por tenerlo nuevamente en casa, sino que su regreso fue producto de un acto de amor y solidaridad, de gente común y corriente, que deja de lado su tranquilidad y comodidad, para prestar atención a un ser vivo necesitado de protección.
En esta pequeña historia navideña, la presencia del Estado y sus instituciones es nula. El protagonismo es de la familia y de la gente. Lo ideal para el futuro sería el equilibrio de responsabilidades, del Estado y de la sociedad. Por ahora, por insistencia militante de las organizaciones sociales de protección animal, el tema de estos seres, poco a poco, es parte de la agenda de políticas públicas. Pero falta mucho por hacer.
El hecho que la sociedad civil que se fortalece en torno a la solidaridad, en el marco de un Estado controlador e hipercentralista, es un viento de esperanza, de cara a un 2016 de mayor crisis, que demanda de fuerzas positivas para salir adelante.
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