Decía Jorge Luis Borges, en uno de sus célebres poemas, que el porvenir es tan irremediable como el rígido ayer.
Aludía así al vínculo indescifrable entre pasado y futuro, que tanta curiosidad despierta entre filósofos y científicos y que tanta angustia provoca a muchos políticos.
Hoy Ecuador se apresta a recibir el informe de la Comisión de la Verdad.
Hechos acaecidos durante un cuarto de siglo saldrán a la luz con su dosis de dolor, crueldad, injusticia y verguenza.
Muchos de ellos cubiertos por el manto del olvido, minimizados tras el velo de la indiferencia, ocultados a propósito entre los vericuetos del poder.
Muchas vidas segadas por el desbordamiento del odio, la codicia y la soberbia. Verdades amargas de difícil digestión, aunque necesarias.
La catarsis es indispensable en un país demasiado acostumbrado a cerrar los ojos ante acontecimientos execrables, temeroso de que el imaginario de felicidad que nos han vendido se haga añicos al contacto con la desnuda crudeza de la realidad, angustiado porque la isla de paz pudiera sumergirse en un abismo de dolorosas constataciones.
Pero un país que le da las espaldas al pasado corre el riesgo de dárselas también al futuro.
El desconocimiento de la historia es el mecanismo más eficaz para una repetición infinita de los errores, como la imagen en una sala de espejos.
La Comisión de la Verdad ha realizado un minucioso trabajo de arqueología política, para que todos conozcamos la turbiedad y las miserias de las que también está compuesta nuestra sociedad. Ver en la oscuridad es el primer paso para perder el miedo.
¡Que la Comisión está politizada!, gritarán algunos, como si pudiera dejar de ser político un informe que revela y cuestiona las formas como se ha ejercido el poder en Ecuador.
Porque eliminar opositores políticos, o ajusticiar a delincuentes comunes, no tiene otra finalidad que la preservación de un sistema que genera frustración, inequidad social, resentimiento y exclusión.
No se trata de acciones casuales ni accidentales, sino de prácticas sistemáticas para deshacerse de aquel que resulta incómodo para el statu quo.
Y ese es un acto de poder.
Lo condenable, realmente, sería que el informe se convirtiera en un simple instrumento de la coyuntura política, porque automáticamente perdería su capacidad para fracturar una continuidad marcada por la tolerancia pasiva frente a la impunidad.
El informe debe reactivar nuestra capacidad de indignación, y también debe proyectar un mensaje esclarecedor a las nuevas generaciones.
Únicamente así será posible construir una cultura de la prevención frente al autoritarismo, el abuso y la represión política.