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Hace poco tiempo, todo parecía más lento y una relativa estabilidad marcaba el horizonte. La vida, en cierto modo, era más profunda. Y no me refiero a la remota época de los abuelos ni a la inmemorial de los bisabuelos. Pienso en los hechos de este mismo siglo que, por la velocidad a que estamos sometidos y por la superficialidad que les aqueja, se han hecho remotos, difusos, casi olvidados, al punto que los temas de anteayer parecen episodios distantes y livianos. Pienso en la visita del Papa, en los estrépitos políticos y en los escándalos de cada semana.
Lo que hemos ganado en rapidez, información y cercanía virtual, y en espectáculos y dinero, hemos perdido en profundidad, capacidad de entender y posibilidad de recordar. El torbellino ha embotado la sensibilidad y ha anulado la vocación por lo simple. Nos hemos vuelto complicados, duros de cabeza y casi nulos para apreciar lo sencillo y lo humano. Nos hemos hecho proclives a la actitud de superioridad y, aunque lo neguemos, nos apasiona el poder. Con esa pasión, nos llegó la prepotencia, la convicción de que todos somos jefes supremos, dueños de vidas y haciendas.
Los egos han crecido, se han multiplicado los notables, al tiempo que la sociedad desborda mediocridad. La ignorancia tiene ahora, incluso, cierto burlón tinte académico. Reina la superficialidad asociada principalmente a las redes y a Internet. Ahora, el más intricado problema se desvirtúa y se transforma en vulgata y en asunto desprovisto de rigor, encanto y misterio; la más enrevesada teoría se convierte en asunto de moda y se disuelve en la especulación. Proliferan los sabios de pacotilla y prosperan los energúmenos de coctel. Sentencian los iluminados y compiten los informados de último minuto. Y reina el más avisado y el más sinuoso.
La actitud de “sabelotodo” ha afectado a la capacidad de leer y de discernir. Ahora se la “pasa la vista” al correo electrónico, se sintetiza mal y no se entiende nada, y se domina lo más viejo y lo más nuevo.
En el trabajo y en la casa, se necesitan resúmenes ejecutivos de tratados de medicina y de clásicos de la literatura. Y qué decir del lenguaje y de la ortografía. Y qué decir de las ideas.
Alguien habló, hace tiempo, de “la sociedad líquida”. Sí, esta es una sociedad líquida, inestable, sin firmeza ni convicciones permanentes, sometida a la moda en todos los órdenes, desde los trajes hasta la política.
Sociedad precaria, tiranizada por la angustia de cambiar, de competir, de “estar en la foto”; sometida a ese despotismo del espectáculo que hizo posible que el “pueblo” se convierta en “público”, y que vida la privada adquiera, con frecuencia, el estilo de un drama devaluado, marcado por el consumo y por las mínimas pasiones que semejante vocación alienta.