Más de tres siglos han transcurrido desde la desaparición física de Diego Velázquez y él (bigotes enriscados y la cruz de Santiago al pecho), sigue presente en la memoria del arte, acrecido en renombre y fama y, como él lo quiso, en medio de esa abigarrada humanidad surgida, toda ella, de su pincel maestro. Velázquez, pintor de palacio y “ujier de cámara” en la corte de Felipe IV, capturó el rostro de la sociedad española del siglo XVII, época de Cervantes, Quevedo y Calderón, testigos de ese tiempo ambivalente de oro y decadencia y del que, cada quien a su guisa, atestiguó de la farsa mundana de esa España de los Austrias, un artificio en el que cada vasallo representaba su papel, desde el rey con su pompa palaciega hasta el campesino en su burda mojiganga. El mundo jerarquizado de los Austrias trasunta en su pintura. La ritualidad del poder, la gravedad del gesto, el brillo de los brocados desborda en retratos del monarca. El etalle realista del indigente, el mundillo de la picaresca, la camisa harapienta del campesino agrisa la visión del bajo pueblo.
De todo ese gentío que desfila por los lienzos de Velázquez me fijaré en los enanos, esos “hombres de placer”; personajes deformes y grotescos que, de manera ruidosa, agitando sonaja y pandereta, entran a la escena. Forman parte de un séquito de criados que deambula por salones y pasillos del Alcázar. Junto a mayordomos comparten cocina y aposento con la baja servidumbre. Su trajín no es otro que llevar alegría a la corte, dulcificar el ceño adusto de tanto solemne cortesano y arrancar, si fuese posible, una leve sonrisa al aburrido monarca. La deformación física y mental que se trasunta en el rostro de los enanos velazqueños permite, al especialista de hoy, diagnosticar las deficiencias hormonales que los aquejaba. En sus días eran tenidos por truhanes y bellacos. La búsqueda del contraste es algo propio del Barroco. Junto a lo bello, lo feo, junto a lo serio, lo cómico. Estética de lo grotesco. A esto Gracián llamó la agudeza de la improporción. El enano cumple, en el arte de Velázquez, ese mismo papel.
Velázquez se retrató a sí mismo pintando “Las meninas”, una pintura dentro de la pintura. En otras palabras, el cuadro se torna un juego de espejos y miradas en el que el pintor y la escena que pinta, se reflejan y se miran a sí mismos. De idéntica manera, los personajes del Quijote confiesan que han leído “El Quijote”; la novela está dentro de la novela. Y no es todo: Shakespeare inventó algo semejante cuando el príncipe Hamlet, protagonista de la tragedia que lleva su nombre, representa, para el resto de personajes de la obra, una escena que curiosamente resulta ser la misma obra teatral llamada “Hamlet”. El teatro, dentro del teatro. Juego de miradas y espejos que se implican es del gusto de la época, aunque no exclusivo del Barroco.