El barrio en la versión antigua; la tienda de abarrotes como sitio de encuentro; el lugar de trabajo, o el autobús, fueron los espacios en los que el anonimato se disolvía. Allí prosperaba el sentido de vecindad y esa camaradería de puertas para afuera que fue clásica en ciudades como Quito. En el campo y en los entornos populares de las concentraciones urbanas, aquello de “vecino” conserva la vieja connotación de ese vínculo que hizo posible la vida social.
El vecino no era amigo, tampoco era el prójimo abstracto y distante. El vecino estaba a medio camino entre los dos. Era algo más que simple conocido. De él, se sabía lo indispensable para tenerle confianza; además, casi siempre, “vivía años en la cuadra”, y se podía contar con él en caso de apuro, de minga o de reunión. Fue el personaje clásico de ciudades que hoy se van disolviendo en la modernidad. Fue una forma peculiar de ser ciudadano en sociedades donde la proximidad marcaba la vida de la gente.
Entre vecinos hubo una proximidad respetuosa, y hasta un sentido de identidad. En algunos barrios, la vecindad se convertía en una suerte de militancia, en afirmación de esa curiosa especie de “nación” que era la comunidad, cuya bandera fue, con frecuencia, el equipo de fútbol. No faltaron líderes barriales que crecieron hasta ser referentes políticos o, al menos, aspirantes a caudillos.
Ese sentido de vecindad tiende a desaparecer en los grandes conglomerados urbanos, donde la gente vive “junta pero de espaldas”, donde el anonimato crece y nadie sabe de nadie, ni le interesa saber tampoco.
Al vecino, le va sustituyendo el prójimo, a la solidaridad, la indiferencia, a la colaboración, la desconfianza o la hostilidad. Esta es, con raras excepciones, la realidad en no pocos “condominios” y barrios que se han sumergido en la indolencia.
En cierto modo, es la marca de una sociedad de consumidores.
El anonimato es una realidad propia de una sociedad hiperconectada por las redes y tremendamente informada.
Paradójicamente, el anonimato crece en un mundo donde, a la vez, prospera el afán de protagonismo. El condómino se encierra en su apartamento, se conecta a internet y hace abstracción del mundo de afuera, que comienza en la puerta de su piso. De los temas comunales, se ocupa algún altruista que batalla en solitario por el bien de los demás, que, a veces, no se toman la molestia ni de pagar la cuota.
Crecen los “prójimos”, seres extraños a quienes se les mira con recelo, al punto que parecen extranjeros en tierra propia. Escasean los “vecinos”, personajes antiguos, hijos del “chulla quiteño”, que ya no caben en una sociedad hecha de prisa, autobuses repletos, recelos y miedos. Crecen los prójimos en desmedro de los vecinos. Las sociedades se convierten en un conglomerado de extraños.
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