Una cabellera larga, de oro viejo, flamea sobre sus hombros, es uno de los signos de su “resistencia”. Miguel rezuma libertad y no admite preceptos. (La rebelión es el único albergue limpio ante el imbecilismo del poder). Su figura desgarbada, frágil, etérea, sacudida por secretos estremecimientos y búsquedas obsesivas de los trasfondos de la condición humana, en tumultuosa versión trabajada a moroso y violento golpe de tiempo, es abismalmente opuesta al caos asombroso de su obra: invectiva sabia y feroz contra lo establecido.
Suerte de Atlante esmirriado, el pucho de cigarrillo en sus labios, el rostro surcado por centenas de pliegues, huellas de nicotina entre sus dedos y dientes, viste lo que halla a su paso y, con sus escasos amigos, ríe como un rey de burlas, en el sentido que James George Frazer le dio: “el dios que más se rió del poder concediendo a los esclavos libertad para que hagan lo que quieran en contra de sus amos y sus dioses, incluido él, durante tres días”.
Hay en Miguel Varea un aire de infante terrible –el mismo que alienta su arte– con el cual no han podido los años ni los sistemas por los cuales deambulamos a los tumbos por el mundo. Todo en su creación es transgresión, espasmo, causticidad, sarcasmo: risotada estentórea, histórica befa contra el poder, de todo poder. La obra de Varea es un escabroso tránsito hacia nuestros infinitos humanos, los más furtivos y, a la vez, los más estrafalarios. ¿Rastreo pertinaz del otro infinito que nombramos Dios, inmortalidad, vida eterna? El arte de Varea es contestatario, anárquico, irreverente. Obra insólita, buida de talento y sensibilidad; revelación y rebelión, vértigo.
Gran parte de su obra deviene una especie de muestrario de los puntos infecciosos que traman la patología social, política, religiosa, cultural, económica: la irredenta y risible condición humana.
En Miguel no hay dios ni dioses, solo disidencia, repulsión a enajenaciones y sumisiones, convenciones, simulaciones. De sus brazos cuelgan dos manos ávidas de arte y de vida; jamás conocerán creador tan poderoso y libre de toda atadura, imposible de ser docilizado por nadie ni por nada, ni por su propio arte que, de suyo, encarna su propia, ingénita ruptura.
Confrontación con el fondo de su inconsciente y la sórdida comparsa de nuestra existencia rutinaria. En pocos artistas como en Varea se hacina, como un animal monstruoso, bárbaro, calcinado y sempiterno, lo que Elías Canetti llamó “masa y poder”. Masa, sinónimo de humanidad, aquí y ahora, o apenas perceptible en la noche de los tiempos. (Esa criatura infinita bulle y palpita en las más ocultas oquedades de su ser).
Mañana bajaré al Guápulo de los setenta donde nos conocimos y donde empezó a ilustrar mis cuentos y a enseñarme que los iluminados no tienen miedo a las sombras, para brindar por todo lo vivido, junto a Dayuma, su compañera, quien nos convence que el amor es también una luminosa y dilatada paciencia.