Luego de dos años de aplicación de la nueva Ley de Educación Superior viene bien trazar un balance sobre la gestión realizada por los órganos reguladores controlados por el Gobierno. La acción gubernamental exhibe hasta aquí dos rasgos inconfundibles: utopismo, es decir, planes y proyectos irrealizables, y coerción, un método que excluye todo diálogo y utiliza la punición como herramienta para imponer ciertos dogmas.
Entre las cosas que recordaremos de esta época es el culto frenético hacia los PhD y su elevación a los altares. Las normas dictadas por el Consejo de Educación Superior, CES, y el Consejo de Evaluación y Acreditación, Ceaaces, convierten a estos académicos investigadores en el vector primordial de la calidad universitaria y se ordena su incorporación al sistema de educación superior en un número que oscila entre 12 y 20 000. No estoy muy seguro de que los responsables hayan reparado en las implicaciones financieras. Considerando que la formación de un PhD cuesta alrededor de USD 200 000 y que el Ecuador dispone apenas de unos 1 000 académicos de este nivel, se requeriría entre USD 2 500 y 4 000 millones para formarlos. Una vez contratados, las instituciones públicas y privadas deberían desembolsar anualmente entre USD 600 y 1 000 millones anuales por conceptos salariales.
Un PhD es un investigador por antonomasia y su contribución a la universidad debe ir por esa línea. Estos investigadores, indispensables en toda universidad, no están formados para ser docentes o administradores. Llama la atención, entonces, que el Gobierno fuerce a contratarlos masivamente sin que, paralelamente, se establezcan políticas y fondos públicos para desarrollar actividades de investigación en las universidades; al contrario, el Régimen ha señalado que el grueso de la investigación financiada por el Estado se hará primordialmente en los institutos públicos. Una consecuencia inevitable de esta política será la separación de infinidad de profesores que, sin ser PhD, son excelentes docentes; entre tanto, los investigadores deberán asumir tareas docentes y administrativas. Una ecuación bastante compleja, por no decir enrevesada.
Más grave que la utopía, sin embargo, es el autoritarismo que los órganos reguladores exudan por todos sus poros. Los reglamentos dictados, particularmente el de infracciones y sanciones, adoptan la coerción y la amenaza como elementos centrales. Ningún sistema universitario de calidad se ha construido sobre la base de imposiciones y terror. La buena academia se erige siempre sobre una plataforma de cooperación y compromiso entre los diferentes actores del sistema. Este principio se torna particularmente relevante cuando los responsables de redactar las normas y reglamentos no tienen experiencia en el manejo universitario y confunden fácilmente la realidad con la fantasía.