Ecuador, hace casi 100 años, esto es para 1920 -cuando triunfó en 1917 la Revolución Rusa-, al igual que todos los países de América Latina, fundamentó la Universidad en los principios de la autonomía administrativa y la libertad de cátedra. Ese espacio superior del conocimiento humano, impuso a que todos los gobiernos democráticos la respetaran en su vida interna. Pero, después de muchas décadas de buen nivel administrativo y académico, en algunos países se abusó de esa autonomía y bajó la calidad docente. Hacia 1968 en nuestras aulas, y a través de movimientos estudiantiles de Quito, Guayaquil, Cuenca y Loja se suprimieron los exámenes de admisión. En la Universidad Central ejercía el Rectorado Manuel Agustín Aguirre. Al saturarse las aulas de primer curso ingresaron más profesores, que ya no llegaron con concursos de merecimientos serios, y en algunas facultades primaba la ubicación política marxista-leninista, irradiada desde Cuba con la toma paulatina del poder por esa ideología. Luego llegó el nepotismo, y cundía la mediocridad en muchas facultades. Además, desde el Congreso Nacional se crearon decenas de universidades que llevaban el sello político de partidos, a partir de la década de 1978. Llegaron a ser 57.
Este Gobierno, hace c inco años expidió una Ley de Educación Superior con un signo intervencionista inocultable, y ahora se han reubicado sus categorías, entre la clasificación A de casi excelencia, hasta la D de muchas deficiencias. El novísimo Consejo de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior no ha determinado las falencias encontradas en cada facultad, pues ha primado lo global. Por ejemplo, en la Universidad Central que tiene 72 carreras en 17 facultades no hay ubicación de las más ineficientes, así como las de mejor nivel y hasta óptimo.
Queda como reto máximo urgente la dotación de más docentes con PhD, con los de trabajo a tiempo completo, y para más áreas de investigación, elementos que no garantizan, por sí mismos, la eficiencia en el aula. A la par dejan, a la base estudiantil de mayor porcentaje, oculta entre sus bajas calificaciones como bachilleres, lo cual impide receptar, asimilar y dar pruebas de un buen rendimiento. Ese campo refleja el acusado fracaso de la reforma educativa implementada desde hace seis años, más aún desde el 2011 en que los docentes trabajan ocho horas diarias, y la excesiva carga que agota a los estudiantes, llenos de tareas en sus hogares. En ese profesorado es evidente que dichas horas les agota física, intelectual y emocionalmente.
Quien intenta profesionalizar una ciencia está motivado por la prioridad que tiene ese título en el mercado laboral, porque el incentivo más intenso es subir en la escala social. Pero la realidad económica es otra, al anunciarse crisis en el 2014 y 2015, que cerrará el flujo que ha tenido la burocracia estatal, y continuará la escasez del empleo privado que padece de inversión interna y externa. Al profesional le espera la desocupación.