Para Hernán Malo, la universidad es la sede de la razón. No su única sede, pero sí una de sus residencias principales. Razón que no puede ser otra cosa que ejercicio plural y público de reflexividad permanente.
La docencia y la investigación científica, el constituirse en plataforma de los debates de la sociedad, como funciones intrínsecas a su quehacer, colocan al espacio universitario en los intersticios y encrucijadas más profundas del pensamiento. Y es en ese espacio, junto a la prensa, las artes y la cultura en el sentido más amplio, el terreno donde se fija, siempre de manera inestable, el tejido moral de la sociedad.
Un tejido que se construye y se reconstruye en la medida en que la sociedad cambia y la universidad cambia. Un tejido de consciencia para que la comunidad pueda verse, proyectarse, afincar sus cimientos, volar. Por ello, como dice Marco Zurita en su reciente libro, Ciudad mínima, cuando la universidad pierde el rumbo, cuando se ausenta de su papel, la ciudad también entra en crisis.
Se esfumaría uno de los lugares privilegiados para pensarse, innovar, proponer y redefinirse.
Para que la universidad pueda cumplir ese papel trascendente requiere de autonomía, posibilidad de autodeterminarse. La universidad es autonomía; autonomía de saberes plurales. Aquello obliga a que la universidad sea siempre un espacio abierto, que no admite dogma ni imposición.
Sin una universidad autónoma, no hay universidad; sin universidad la sociedad habrá perdido un espacio principal de aprendizaje, descubrimiento, cuestionamiento. Por eso su tensión con el poder, de cualquier especie.
Por eso, su indeclinable sentido crítico, su distancia frente a las verdades quietas y los intereses petrificados que interesan a los poderosos, lo que no es igual a distancia con la sociedad, de la que no puede emigrar.
Los autoritarismos se llevan muy mal con la pluralidad y la libertad. Lo sabemos. El correísmo jamás entendió ni entenderá a la universidad.
Su agua empozada es la de los dogmas y las verdades absolutas; lo contrario al mar universitario. Para el correísmo la universidad es un lugar, como cualquier otro, para extender sus tentáculos de control; para ensayar su hegemonía. No es un lugar sagrado, entre otros, desde el que la sociedad pueda pensarse, cuestionarse, conocerse desde una razón plural independiente del poder.
Es un lugar cualquiera para imponer sus jerarquías, formularios y formalidades; un lugar para trasplantar los complejos de unas elites que se ven pequeñitas frente a academias extranjeras.
Pero la universidad resistirá; así se lo exige una sociedad que no ha renunciado a pensarse y conocer.
Un poder hambriento es muy pequeño para los saberes de un país que se está descubriendo; un poder hambriento que vive para su cuarto de hora se ve diminuto ante el ansia de saber, investigar, aprender de miles de estudiantes comprometidos con su país, o ante el legado de maestros universitarios gigantes como Plutarco Naranjo o José Vicente Troya que hoy más que nunca están entre nosotros.