Cuando muere un grande de las artes, queda un vacío en el que se acumulan sentimientos de distinta índole: aflicciones, envidias, nostalgias, infundios, soledades inmensas, conjeturas, críticas, elogios, desesperanzas por aquello que pudo ser y no fue porque el tiempo se agotó de pronto.
Todo aquello cae en ese hueco sórdido que se abre con la llegada de la muerte y que se va cerrando de forma muy lenta con el paso de los días, meses o incluso años.
Estoy convencido de que el vacío de Gabriel García Márquez se abrió antes de tiempo, quizás muchos años atrás cuando escribió sus mejores obras.
La vida de ‘Cien años de soledad’, la enorme novela que lo consagró, empezó con el rechazo (o el olvido de Seix Barral según las distintas versiones) del manuscrito de la novela. De todos modos aquel fue uno de los grandes errores editoriales de la historia.
Más adelante llegaron las desavenencias del escritor con la editorial Oveja Negra en medio del fulgurante éxito comercial de la historia de Macondo y la extensa familia Buendía. Pero como la ventura en muchas ocasiones suele arrastrar también desventuras, la carrera literaria del colombiano quedó marcada a hierro por la presencia implacable, casi omnisciente de esta obra completa, redonda, rotunda, inabarcable e irrepetible. Una novela tan poderosa que eclipsó no sólo la obra posterior de su propio autor, sino también una buena parte de la ficción que vio la luz en esos tiempos.
Pero a pesar de que la vara sobrevolaba demasiado alta, García Márquez entregó a la literatura nuevas obras de extraordinario valor: ‘Los funerales de la mama grande’, ‘Relato de un náufrago’, ‘La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada’, ‘Ojos de perro azul’, El coronel no tiene quien le escriba’, ‘El otoño del patriarca’, ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘El amor en los tiempos del cólera’, ‘Doce cuentos peregrinos’, ‘El general en su laberinto’… La calidad de sus libros posteriores, especialmente los más recientes, decayó de forma notoria. Apenas se distinguen allí aromas fugaces del pasado, trazos dispersos y formas barnizadas por la añoranza, pero en general se trata de libros prescindibles, olvidables en muchos casos.
La obra esencial de García Márquez, la de aquellos tiempos, durará posiblemente lo que dure el ser humano.
En las nuevas generaciones muchas personas se contagiarán del virus maravilloso de la lectura descubriendo tan sólo frases como esta: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y comprenderán entonces que la última gota de tinta de una obra de tal magnitud, será siempre la primera letra de todas las historias que vendrán.