El pueblito de 1.500 habitantes es la primera playa de agua salada luego de la desembocadura del río De la Plata o mar dulce. En el único supermercado convocó mi atención unas botellas de diferentes salsas de tomate caseras, hechas por señoras del pueblo. Casi todas tenían ajo y cebolla picada, pero cada una tenía su toque diferenciador: albaca, orégano o perejil.
Las comunes botellas pet eran de 500 ml, uno o dos litros y a manera de etiqueta tenían un pedazo de fotocopia con el nombre de la fabricante, dirección y teléfono. Había otras presentaciones menos caseras, con etiquetas impresas que se vendía en todo Uruguay. Finalmente, en galones estaban salsas similares pero industriales con traducción al portugués. Al ver que en mi extrañeza no paraba de analizar las botellas, agitarlas, olerlas; mi anfitriona compró la que era de su gusto y al llegar a casa, puso medio litro de salsa en una olla, luego la carne picada y papas que absorbía el sabor a carne con tomate.
Me explicó que estas salsas le evitaban comprar y refrigerar el tomate, la cebolla, el ajo; ahorraba el tiempo que se iba en lavar y picar, por lo que hacer el almuerzo era cuestión de minutos. El municipio local garantiza que las señoras elaboren y comercialicen sus salsas, con el solo requisito de asistir a sus capacitaciones y poner datos de contacto, por si algún consumidor se queja. Muchas familias viven de la elaboración artesanal de diversidad de otras salsas, dulces de leche, mermeladas, destilados, quesos, etc. Algunas proveen exclusivamente a hoteles o restaurantes, que presumen: “el queso es de la casa”.
Hay más ventajas: se potencia y diversifican los sabores locales. El dinero no se escapa y se queda circulando en el pueblo. -Una ciudad debe administrase como una república, me explicaba: debe ser más el dinero que entra que el que sale. Muchos turistas compran todos estos productos porque son únicos.
Cuando me llevó a la tienda de quesos y vi que tenían más de 50 variedades locales artesanales, quedé alucinado.