Julio César Trujillo arriba a los noventa años. ¿Qué ha hecho el tiempo con él para permitirle tantas diligencias a favor de nuestra buena historia?: maestro de juventudes, jurista con excepcionales conocimientos en materia constitucional y laboral, autor de sesudos estudios, activista político, transgresor de todo aquello que ha reñido con sus ideales, contumaz defensor de los “condenados de la tierra”, sin alardeos, poses redentoristas o fatuidades, Julio César reverdece la fe en los seres humanos.
Militó en el Partido Conservador, pero riñó con él, su horizonte siempre estuvo a ras de tierra; a punto de ser ungido candidato a la presidencia de la República, su eticidad lo conminó a declinar esa opción; poco más tarde se entregó —en dación integral— a defender trabajadores, indios, excluidos… hasta convertirse en paradigma de militante de la vida (esta es, quizás, la filiación que mejor contiene y define a Julio César).
Y siempre su sonrisa, tan otra y tan lejana de aquella de escayola que cuelga de la mayoría de políticos. Sonrisa a flor de piel, genuina, transparente. La gran sonrisa de Julio César es un luminoso rostro de gigante. Asistí hace tiempo a un seminario de derecho laboral dictado por él. De mediana estatura, serio y sobrio, expositor lúcido y poseedor de ese don de los verdaderos maestros: transmitir los asuntos difíciles en lecciones accesibles.
Su misión en los años de la autocracia correísta fue la de asumir la defensa del país presidiendo una Comisión Anticorrupción, junto a figuras que honran al Ecuador: Isabel Robalino, Simón Espinosa, Germán Rodas… Se impusieron la tarea de hurgar en el descomunal repositorio de corrupción de un régimen integrado por un déspota atrabiliario y una tropilla de parásitos expertos en cinismo y bandidaje. Y Julio César y los suyos tornaron realidad aquello del filósofo Santayana: el imposible no existe, es aquello que tarda un poco más para obtenerlo. ¡Cuántos actos delincuenciales develizaron!
No es la verdad la que engrandece al ser humano, es el ser humano quien lo hace. Se ha dicho que son raros los humanos que carecen de ambición de poder. Si así es se configuraría una fase enfermiza de la cual solo nos sanamos por un casualismo o por una conversión interior: Carlos V al abdicar en Bruselas, en la cumbre de la gloria, enseñó que el agobio podía engendrar actos admirables como el exceso de valentía. Este es el caso de Julio César.
Tres columnas forman hombres verdaderos, dice Lin Yutang en La importancia de vivir: inteligencia, dignidad y valor. Las tres encarnan la personalidad de Trujillo. Acuñando frases lapidarias, va y viene, defendiendo los derechos de un pueblo saqueado por la mendacidad y la corrupción. Quienes creen que van a extirparle su eviterna sonrisa están malamente equivocados: la sonrisa de Julio César es su escudo y divisa de vida.