Hasta hace muy poco en cómoda circulación a velocidad de crucero, con piloto automático incluido, la revolución ciudadana se cimienta en contradicciones profundas, en incompatibilidades y en contrasentidos. Aunque uno de sus mayores logros haya sido la estabilidad (una revolución que resulta en estabilidad, imagínense) esta inmovilidad revolucionaria ha sido alimentada por los factores del miedo, del silencio y por la falta de ideas alternativas. Sin embargo, la continuidad de la revolución ciudadana, su afán de duración y de permanencia, se asienta en tres factores que la política local no controla y que se oponen indiscutiblemente a la filosofía revolucionaria.
Es que no ha habido un proceso político más petrolero que el que vivimos. De hecho, me parece, el régimen no se sostendría y no tendría mayores posibilidades de éxito de no ser por los altos precios del petróleo. El petróleo, a pesar de ser políticamente incorrecto y ambientalmente delicado, lo riega todo y lo influencia todo. La paradoja es que el precio del petróleo – y por tanto la vigencia misma de este proyecto político (que se acerca irrevocablemente al autoritarismo)- depende de los mercados internacionales que el régimen dice aborrecer y odiar. Capitalismo en estado puro. Revolución hidrocarburífera. Revolución de asfalto, atada a los vaivenes de la odiada globalización.
A pesar de todas las charlatanerías y las palabrerías sobre la economía popular y solidaria, la revolución ciudadana ha terminado por construir una sociedad de consumo al más puro estilo de los imperios y de los fantasmas que dice tener entre ceja y ceja. Los “malls”, los “sales” y los “trends” se multiplican como los automóviles de lujo, como las mesas llenas de los restaurantes o como los viajes de compras. Es la resurrección de los “Miami Boys”, tan satanizados en los viejos años ochenta.
Y por último está la dolarización. Vivimos en un país que no tiene moneda propia, pero al mismo tiempo la estabilidad política se basa en el vuelo que el dólar (la moneda del imperio circula alegre e impunemente en los territorios patrios) le da a la economía. Sería impensable la revolución ciudadana sin los dólares de la Reserva Federal. Sería impensable la revolución ciudadana con los avatares de inflaciones y de las devaluaciones de antaño. Sería impensable la revolución ciudadana sin las televisiones plasma, sin los créditos de consumo, sin los muchas veces jugosos salarios del sector público…
Así, en suma y con las limitaciones de espacio propias de esta columna, transitamos por una revolución convenientemente petrolera, agresivamente capitalista y tutelada por los billetes verdes del general George Washington.