A propósito de la masacre de 1810 en el Cuartel Real de Lima, que hoy conmemoramos, he recordado una idea que encontré hace tiempo en uno de los ensayos de Moreano, un intelectual que alcanza en sus escritos una brillantez indiscutible. Aquella idea se refiere al problemático tránsito a la modernidad de las sociedades del antiguo imperio español en América, en cierto modo semejante al que se produjo en las sociedades del centro y el este de Europa. En ambos casos se trata de sociedades que vivieron largo tiempo dominadas por el cristianismo, en sus versiones católica y ortodoxa, y en ambos casos también, este tránsito representó la desacralización del mundo. Esto significó que en lugar de Dios Padre apareció el estado omnipotente; en lugar de la Corte Celestial, una intrincada burocracia; en lugar de la rígida Moral del Decálogo, el peso de una Ley civil no menos rígida; en lugar del pecado y la culpa, el delito; en lugar del Purgatorio, la cárcel; en lugar de la Redención, el cumplimiento de la pena. (Cf. Alicia Ortega, comp., Pensamiento crítico-literario de Alejandro Moreano. La literatura como matriz de cultura, Universidad de Cuenca, 2014).
En el Ecuador, este tránsito se produjo en forma relativa con la Revolución Liberal; la Independencia no trajo ninguna desacralización del mundo, sino al revés, una prolongación de lo sagrado, un invisible pero real revestimiento de las instituciones políticas republicanas con un halo de santidad que las hacía tan temibles como las postrimerías mil veces recitadas en la catequesis. El estado no reemplazó todavía a Dios Padre, pero se constituyó en su representación terrena, y quedó establecida una real equivalencia entre la Moral y la Ley. De ahí que, al día siguiente de haberse proclamado la Independencia, la sagacidad de los quiteños pudo expresar en un epigrama inolvidable lo que ese acontecimiento representaba para el común de la gente: “último día del despotismo y primero de lo mismo”.
Largo tiempo ha durado nuestra conquista de la libertad y la igualdad para todos, así como la desacralización de las instituciones republicanas; pero aún en el presente se conserva en el quehacer político un cierto espíritu religioso que favorece la reducción de los antagonismos a una imaginaria lucha del Bien contra el Mal, en la que cada bando se cree la encarnación del Bien y hace de sus adversarios los representantes del Mal. Tal es el clima que hace posible la aparición de los populismos, que siempre claman por la presencia de un Mesías capaz de redimir a todos del Pecado, que es la pobreza, la falta de horizontes, la acumulación de penas en este Purgatorio terrestre. Su poder está en la fe, y tal como en el siglo II decía Tertuliano “creo porque es absurdo”, el dogma sigue siendo la fuerza que contra toda razón mantiene la adhesión de los fieles a los salvadores de pacotilla que se presentan como Júpiter Tonante, resueltos a prometer la inmediata creación sobre la Tierra del nuevo e inefable Paraíso.