El socialismo del siglo XXI ha recurrido a elecciones permanentes para gobernar por encima del ordenamiento jurídico y legitimar sus transgresiones y abusos. Un elemento esencial de este neopopulismo es el “voto obligatorio”, un sistema profundamente cuestionado por quienes defienden las libertades políticas. Sectores interesados promueven la tesis del voto obligado argumentando falsamente que se trata de una obligación antes que un derecho que debe ejercerse con responsabilidad. Procuran demostrar con intrincados análisis sociológicos que este voto permite dotar de representación política a sectores marginados y estimula las políticas sociales. Todo un esfuerzo para disfrazar de principios y filosofía a simples y crudos intereses electorales.
La historia demuestra que la votación obligatoria es un factor perturbador de la democracia y un nutriente fundamental de los populismos. Una mejor democracia no pasa por recoger el mayor número de sufragios posibles. El voto auténtico exige conocimiento, información y una enorme responsabilidad a la hora de elegir. ¿Resulta saludable que aquellos ciudadanos que acuden a las urnas para “obtener su papeleta electoral”, sin idea de lo que está en juego, decidan un destino colectivo? La respuesta debería ser no.
El actual proceso electoral demuestra lo peligroso que resulta el mecanismo del voto obligatorio. Como nunca, una porción gigantesca de electores muestran apatía y desinterés frente a las candidaturas y propuestas. Muy pocos se informan sobre los políticos y no existe reflexión ciudadana. Los candidatos, rápidos en reconocer este paisaje de pobreza cívica, no se esfuerzan en presentar proyectos políticos y se limitan a pulir su imagen bajo las técnicas y herramientas del marketing de productos de consumo masivo.
Resulta aterrador imaginar que cientos de miles de electores irresponsables y apáticos concurran a las mesas electorales para decidir el futuro del Ecuador. Si el sufragio no fuese obligatorio, estos “votantes a la fuerza” no acudirían a las urnas y al menos contribuirían a que las elecciones se realicen de una forma más responsable. En el fondo, lo mejor que podría sucederle a una democracia es no contar con estos votos estériles que no aportan ciudadanía y son presa fácil de la propaganda y demagogia.
El país debería repensar con mucha seriedad el esquema del voto obligatorio adoptado en 1979. La supresión de esta obligatoriedad ayudaría a mejorar la calidad de nuestros representantes y de las instituciones políticas.
Al mismo tiempo, deberíamos emplear todo nuestro esfuerzo en la educación y formación de ciudadanos responsables que comprendan que el voto es bastante más que un simple trámite para obtener una dichosa papeleta.