Frente a la página en blanco, al pensar en un tema sobre el cual escribir, he tenido una extraña sensación de desazón y ansiedad. Ante la inmensa tragedia, ante la devastación impuesta por la naturaleza “impávida y ciega”, ante la aniquilación y la muerte, nos invade un sentimiento de transitoriedad y pequeñez, de precariedad y desamparo, de fragilidad e impotencia. ¿Sobre qué escribir? ¿Cómo expresar los sentimientos? ¿Cómo hacer útil la solidaridad estéril? ¿Tiene sentido escribir, hoy, sobre el irresponsable despilfarro de los recursos públicos, o sobre la demagógica solidaridad de quienes han venido destruyendo el país y afectando la vida de los ecuatorianos a lo largo de los últimos diez años, o sobre la violencia impune desatada desde el poder, o sobre la actitud irreflexiva, insensible y prepotente de quien amenaza con la cárcel por reclamos nacidos de la escasez, la necesidad y la angustia?
La tragedia nos ha conmovido. Cientos de vidas segadas. Cientos de destinos truncados. El sufrimiento interminable. El temor y el desconcierto por lo inesperado. La incertidumbre frente al futuro. La muerte… He callado siempre ante la muerte. Las muertes de las personas que he amado -padres, hermano, amigos-, o de cualquier ser humano, me han sumido en el silencio. Un silencio hecho de dolor, de dudas, de inconfesada aflicción. Un silencio que buscar hurgar en el misterio de vidas abruptamente cortadas: amores y desencuentros, sueños y frustraciones, alegrías y tristezas, triunfos y fracasos. Un silencio que trata de comprender y encontrar un significado y de horadar la nada, la ausencia y la negación de todo. Un silencio que quiere atrapar un tenue y ya desvaído hilillo de esperanza. Un silencio hacia adentro, hacia lo más recóndito e íntimo, que se va refugiando en sí mismo. Un silencio en el que se empozan, inevitablemente ilusas, preguntas sin respuestas…
Estoy solo. Las imágenes de la tragedia se pasan en la televisión una y otra vez, sin sentido, como tratando, repitiéndolas sin fin, de desgastar y disminuir el hondo e inacabable dolor que esconden. Escombros y destrucción. Miedo y llano. Desolación y muerte. Y solidaridad… Comienzo a escribir, casi mecánicamente, este artículo. Me es imposible continuar. ¿Qué podría decir? Las palabras, inútiles, nada significan. Tomo en mis manos, tal vez buscando una frase que pretenda explicar lo inexplicable, que me ayude a aceptar lo inaceptable, un libro. Es en vano. Leo, saltando de una página a otra, al azar. “Quiero que amen -terminó diciendo- las aguas vivas de las fuentes. Y la superficie tersa de la cebada verde recosida sobre las resquebrajaduras del verano. Quiero que glorifiquen la vuelta de las estaciones. Quiero que se nutran, semejantes a frutos acabados, de silencio y lentitud. Quiero que lloren largo tiempo sus duelos y que honren largo tiempo a sus muertos…”