El verano perfila los cerros, levanta polvaredas y eleva cometas que, distantes, capturan un pedazo de sol. En el campo, los caminos se han secado y no quedan huellas de los lodazales con que les marcó la lluvia. Los pajonales vibran con el viento. Un frío extraño contrasta con los soles que maduran los maizales. Se anuncian las cosechas. Es tiempo de explorar, otra vez, la cordillera y de renovar amistades en cabalgatas y rodeos. Y es tiempo de las fiestas chacareras, de toros de pueblo, de torneos de cintas. Es la hora de los desfiles de chagras y es la oportunidad para exhibir aperos, desempolvar zamarros y ponchos, pulir espuelas y ensayar nuevamente las habilidades con la beta. Es la ocasión para renovar las galopadas, y quizá, para salir a la plaza a lucir el garbo del caballo de paso, y la maestría del jinete que saluda desde la altura de la silla.
Más allá de las fiestas y de su algarabía, el verano, en el campo, suscita recuerdos, nos empuja al camino y nos pone otra vez frente al paisaje. El asombro ante los Andes se renueva con la fuerza de la primera vez.
El Cotopaxi parece recién descubierto. La línea de la cordillera se perfila nítida, nueva como recién creada. Las sementeras maduras cambian los tonos de las lomas, y alguna casa vieja, desde la nobleza de la teja y del adobe, nos sonríe con sus ventanales resucitados por el sol.
El verano inaugura su tiempo, hace un paréntesis entre los días de lluvia y nos obliga a reconocer el valor del agua, y a meditar en que ella es la vida. Nuevas tareas demandan esfuerzos de la gente rural: cosechas, deshojes, trillas, rodeos. Cada año, en el campo, el verano propicia sensibilidades renovadas. No es lo mismo el febrero lluvioso, ceñudo, con los cerros emponchados con las nubes, que este julio luminoso, con la cordillera azul y los árboles batiéndose al viento. Lejos de las ciudades, el calendario está marcado por el humor del cielo.
El verano inaugura sus eventos y, entre ellos, los toros de pueblo sin muerte, que son herencia española transformada por el mestizaje; que son memoria que viene desde la Colonia, y que ahora, en la plaza improvisada de Machachi, de Sibambe o de otros sitios, son la ocasión para que mozos y viejos, chagras y paisanos de la ciudad, aventuren sus habilidades toreras, enfrenten al peligro de las astas con ponchos y capotes viejos, o con el solo pecho de quien perdió la prudencia en los excesos de la fiesta. Son días de agitación en cada pueblo. Son semanas en que se vuelve sin nostalgia sobre el pasado.
Las fiestas chacareras convocan a los ausentes y reúnen por unos días a las familias. En la última tarde, al filo del adiós, con el pie en el estribo, en el instante en que el crepúsculo instala su magia sobre los cerros y la hora de los venados inunda de paz a la cordillera, sale a la plaza, imponente, bravío, el “toro de la oración”.