El toro de la oración

En estos días de feria y debate, me viene nítido el recuerdo del último toro de lidia que vi libre en un páramo.

Andaba por el Nudo del Azuay, en alguna cabalgata errante tras las huellas del país, cuando, sobre la laguna de Culebrillas, destacándose en el azul intenso de la tarde serrana, apareció, sorpresiva, imponente, la silueta negra de un animal solitario, y por eso, peligroso.

A prudente distancia, el toro inició un juego de amagues, mugidos, correteos y desafíos. Con el fondo de los pajonales, el toro parecía espectacular monumento.
 Entre la soledad y el viento, el toro fue el personaje de esa tarde de verano.

Después, desapareció. Y nos dejó a los cabalgantes una impresión de majestad, nobleza y libertad. Su desaparición fue, además, un alivio para caballos y jinetes, porque un encuentro así no deja de despertar los instintos de precaución y temor.

De desamparo.
 El toro de lidia es un animal formidable. Es el último ser mitológico que sobrevive a las demoliciones de la modernidad y es de los pocos que han resistido a la domesticación, a la mansedumbre. El toro es el personaje del polémico ritual del toreo.

En él, a su franquía y nobleza, se opone y juega el cálculo del torero. A su embestida limpia, responde la ventaja del arlequín que aprovecha la potencia de sus arranques para adornarse con el capote, buscando el aplauso de la parroquia convocada para festejar su sacrificio.


Del toro de lidia, prefiero su altivez. Prefiero verle en la libertad de la dehesa, en la enormidad del páramo. No me conformo con los esfuerzos por domesticarle, o por manipular su bravura, y menos aún, con su muerte.

Entre el toreo de a pie y el de a caballo, elijo el rejoneo que es la danza de dos animales hermosos, monumentales, que se retan, juegan con el riesgo, amagan agresiones y rompen ambos en el galope triunfal. Más aún, prefiero los toros de pueblo, su ritualidad y convocatoria, que permiten a cada mozo y a cada chagra desafiar momentáneamente al peligro.

Pero, más que el espectáculo, construido sobre la pasión torera de la parroquia, transitoria como todo espectáculo, me interesa la tradición de la vaquería, la humilde labor de lidiar reses en las soledades andinas.

Me interesa el repunte, la recogida, y esa hermandad entre mayorales, caballos y toros que hace posible la sobrevivencia de animales que llevan a sus lomos tradiciones moriscas, ritos medievales y adaptaciones americanas.
 Toro y caballo son parte de la cultura mestiza. Así lo testimonia cada fiesta de pueblo.

Sin ellos, no sería posible ese sincretismo de juego y religión, de pasiones castizas y decires quichuas, que alcanza plenitud cuando, entre la algarabía popular, en el crepúsculo que incendia los cerros, con el sol que muere, sale el “toro de la oración.”

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