La cultura está hecha de detalles, de matices, de ángulos de sensibilidad, de formas de ver las cosas y, especialmente, de una jerarquía de valores, de acuerdos fundamentales e implícitos sobre principios, que han permitido edificar una ética, incipiente aún, sobre la barbarie, construir un ideal de paz y de respeto sobre la violencia, y que han contribuido a ennoblecer la existencia, pese a las miserias que persisten en el mundo, aquí y allá.
Pero, la cultura -el aire de libertades y el espíritu de tolerancia- es decantación de siglos, es todo lo que queda después de la historia, y es asunto de memoria. La debilidad, por tanto, está en la facilidad que sociedades e individuos tienen para olvidar y tropezar dos veces en la misma piedra, para creer que en cada evento político se está inaugurando la democracia o la sabiduría. El drama está en que la abdicación de los valores siempre está en la puerta de calle. El drama y el desafío están en sostenerse en creencias laicas y en posiciones liberales, cuando arrecia la tormenta de los nuevos dogmas y cuando la moda es de tirar las convicciones en el tacho y marchar a cantar en el desfile. Más fácil es alinearse y aplaudir, acomodarse y agachar la cabeza. Es fácil renunciar a la tolerancia en nombre de la ideología, que hay que imponer porque esa es la verdad consagrada por el líder. Más difícil es explicar el valor de la libertad y pelear por ella, que ceder a la tentación de los controles.
Los seres extraordinarios, como Juan Montalvo o Miguel de Unamuno, son ejemplos escasos y notables de resistencia. Ellos son seres-insignia que marcan la diferencia, porque se atrevieron con el poder, porque mantuvieron la línea, porque arriesgaron. Pudieron abdicar, ser diputados o gobernadores, y transformar su pensamiento en folletín de propaganda. Pudieron olvidar y acomodarse a las poltronas ministeriales, pero prefirieron, como don Miguel, el ilustre rector de Salamanca, al grito bárbaro de ¡abajo la inteligencia, viva la muerte¡, responder con calma y entereza, “venceréis, pero no convenceréis.”
Pero, claro, esos seres escasos y extraordinarios no nacen todos los días. Hoy vivimos tiempos en que la regla es la gran abdicación, la renuncia a las obligaciones que imponen las libertades y el olvido de la tolerancia. Son tiempos de reclutamiento bajo las banderas de los fundamentalismos. América Latina vive la huida de sus intelectuales, la fuga hacia el poder, y el hecho paradójico de que el “pensamiento crítico”, que sistemáticamente se escudó en el debate y que fue escalón al poder, sirve ahora para justificar los controles, para dotarle de antifaz democrático a lo que es simple autoritarismo, para hacer de ese mismo debate actividad subversiva y sospechosa.
Estos son tiempos de abdicación, tiempos de sustitución del pensamiento con el eslogan. También son tiempos de olvido.