El día que Henry Ford puso a rodar el primer automóvil, la suerte del caballo estuvo echada. Desde la domesticación del equus primitivo, el caballo ha estado unido, por milenios, a la historia de la humanidad.
Con su fuerza y aparatosa presencia ha sido imprescindible en cuantas faenas emprendió el hombre: el transporte, el trabajo agrícola, el comercio, la guerra, la caza, el deporte. Hasta mediados de siglo XX no hubo proceso de civilización en el que no haya estado presente el caballo.Con su ayuda prosperó toda una civilización (la era del caballo) cuyos éxitos se apoyaron en esa relación del hombre con el animal, reciprocidad de inteligencia y fuerza que dio lugar a la cultura ecuestre, aquella que han cultivado pueblos de todo el orbe. Su cuidado y su cría fue siempre cosa de entendidos y aun de sabios. Jenofonte, el historiador griego, fue el primero en escribir un tratado sobre la vida ecuestre. Y alguna vez hubo un caballo que llegó a valer lo que vale todo un reino, pues si creemos a Shakespeare, fue el rey Ricardo III de Inglaterra quien, al verse solo y derrotado en el campo de batalla, a gritos clamaba: “Mi reino por un caballo”. No había señor que se precie de tal que no tuviera un caballo bien enjaezado que relinchara a la puerta de su casa. Su tenencia confería estatus para quien lo ostentaba. El hidalgo miraba el mundo desde el lomo de su cabalgadura y más aún si era caballero de dorada espuela; en tal caso, a su nombre anteponía el “don” que anunciaba decoros no siempre comprobados. A diferencia de él, los Sanchos (que son los más), aquellos que van a pie o al lomo de un asno siempre han entendido el mundo desde abajo, a nivel de la prosaica realidad, esto es, casi a ras del suelo.
En la historia de América no se entenderían los logros alcanzados en grandes gestas como la conquista española y las guerras de la Independencia y aun la vida cotidiana de nuestras atrasadas repúblicas si no se tomara en cuenta que mucho de ello no hubiese sido posible sin la ayuda de este noble compañero, testigo de una época que se quedó atrás. La modernidad de los trenes tardó en llegar a nuestros pueblos de provincia. Vino el siglo XX y hubo ciudades como Cuenca a las que solo se llegaba a lomo de una mula. En 1928, un cosmopolita como Gonzalo Zaldumbide consolaba a los azuayos desde su refugio en Washington: “No habéis desperdiciado vuestro tiempo por haber largamente andado a lomo de mula. Marco Aurelio andaba en litera, a caballo y tenía una visión del mundo que sobrepasa los lindes de las edades”.
Mientras más avanzaba el siglo XX, la imagen del jinete entrando en la ciudad al lomo de su mula resultaba cada vez más anacrónica y hoy es una estampa exclusivamente rural. En estos tiempos de petulante modernidad, la presencia de este fiel amigo del ser humano ha pasado a segundo plano, en muchas cosas ha sido sustituido por la máquina.