Cuando Donald Trump ordenó el ataque que concluyera con el asesinato del general iraní Soleimaní, conocido jefe terrorista, se generalizó el temor de una tercera guerra mundial. El Medio Oriente, escenario de históricas rivalidades religiosas y políticas, su estremeció. Las relaciones entre los Estados Unidos e Irán, deterioradas especialmente desde cuando Trump denunciara el Acuerdo nuclear suscrito durante la presidencia de Obama y resolviera aplicar a Teherán duras sanciones económicas, parecían estar a punto de romperse. Se presagiaba la inminencia de un enfrentamiento bélico.
Trump advirtió que su país, primera potencia militar, dotado de una inimaginable capacidad de destrucción, tenía apuntados sus misiles sobre más de cincuenta objetivos en Irán y usaría ese poder en el caso de que se produjera una retaliación. “La muerte de Soleimani -dijo- tuvo como objetivo evitar una guerra” De nada sirvió la advertencia puesto que Irán atacó dos bases militares norteamericanas en Iraq. La Asamblea de este país pidió que Estados Unidos retirara de inmediato todas sus fuerzas militares.
La preocupación mundial aumentó. Los aliados europeos de EE.UU. pidieron a los contendores usar la máxima prudencia y moderación. Paradójicamente, cuando Irán reconoció que uno de sus misiles, por equivocación, había causado la destrucción de un avión civil, disminuyó la tensión militar y el juicio iniciado en el Congreso norteamericano para destituir a Trump pasó a un segundo plano en las noticias.
El fantasma tenebroso de una tercera gran guerra sigue presente porque la verdadera paz jamás se ha logrado mediante la imposición del más fuerte. Al reconocer esta realidad, los pueblos del mundo crearon la ONU. La guerra fría fue el resultado de un inestable equilibrio de fuerzas, modificado sustancialmente por el descubrimiento del poder nuclear de las armas de destrucción en masa. La nueva estrategia militar consiste en volver creíble la amenaza nuclear mientras, al mismo tiempo, el conocimiento previo de sus efectos prácticamente suicidas opera en contra de esa probabilidad. El éxito radica en conferir realidad a la amenaza nuclear precisamente para no tener que ponerla en práctica, lo cual lleva implícito un incalculable y tremendo riesgo.
La paz no puede mantenerse sino sobre bases que trasciendan las consideraciones estratégicas o de fuerza militar; exige una visión global del mundo, el reconocimiento de la interdependencia entre todos los estados y la aceptación práctica de la solidaridad universal. La paz exíge el permanente diálogo y la negociación como únicos mecanismos de entendimiento. Los acuerdos consagran esos entendimientos y deben ser respetados. La paz impuesta al vencido siempre ha generado odios y deseos de venganza, gérmenes de guerra.