Difícil tragarse la rueda de molino sobre el abuso fiscalizador que el Presidente les reprocha a ciertos asambleístas. O la peregrina tesis del bloqueo a la fiscalización para impedir los shows mediáticos. Porque una república sin transparencia en la gestión pública simplemente deja de ser precisamente eso: una red pública (una cosa pública). ¿Qué dirán los asambleístas del oficialismo, que durante años se pasaron exigiendo cuentas a los gobiernos neoliberales para destapar y sancionar los negociados?
La transparencia en la gestión pública ha sido una reivindicación consubstancial a la democracia, sobre todo desde el momento en que se impusieron los Estados modernos.
El fin del absolutismo monárquico implicó, entre otros logros, el traslado de las decisiones políticas a los representantes escogidos por el pueblo.
La cosa pública –que también incluye a la información– pasó de manos de una minoría cortesana a los heterogéneos brazos de la sociedad. Al menos en teoría.
La idea de la transparencia siempre ha estado asociada al principio del control social. Si lo público nos pertenece a todos, entonces cada uno de nosotros tiene el derecho a exigir cuentas sobre ese patrimonio general. No solo eso: cada uno de nosotros tiene la potestad para decidir sobre el uso y destino de dicho patrimonio. Al menos en teoría.
El principio del control social está a su vez vinculado al paradigma de la autonomía como condición para la democracia y, en último término, para la emancipación de los ciudadanos. La subordinación de la sociedad al Estado ha sido una pieza predilecta de los proyectos totalitarios durante los últimos dos siglos. Justamente por ello, las doctrinas más contestatarias han propugnado un rompimiento con esa relación de dominación. El mismo marxismo plantea la desaparición final del Estado como requisito para alcanzar la libertad de la humanidad. Al menos en teoría.
El liberalismo ha sido extremadamente hábil en inventar mecanismos para disimular la falta de transparencia pública. El más connotado es la razón de Estado. Detrás de este postulado vienen arrimadas instituciones como la información reservada, el máximo secreto, la confidencialidad, la inviolabilidad o el hermetismo oficial. Este arsenal de dispositivos del poder sirve para ocultar desde líos de faldas hasta preparativos de guerra. No importa la dimensión del misterio: lo que importa es la sacralización del ámbito, fuera del cual solo queda una masa de legos incapacitados para acceder a –y eventualmente lidiar con– asuntos tan complejos y difíciles. ¿Qué pueden hacer los inexpertos e ignorantes ciudadanos de a pie frente a los laberintos de los préstamos de Cofiec? Para eso están las instituciones de control social. Al menos en teoría.