‘Entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos —sustenta Unamuno—, más que la ira, más que la soberbia’. Pero el resentimiento es pasión que bulle en ciertos seres propensos a la egolatría y muchas veces deviene en locura. Pasión y arrebato que exacerba y nulifica, conducente a cometer excesos (perpetración de actos delictivos), pero también a protagonizar las cabriolas más ridículas y risibles (matones de barrio que creyeron ser mal vistos por inocuos mozalbetes y brincan como tigrillos dispuestos a demoler a zarpazos a sus supuestos agraviantes).
Los gritadores de oficio no son valerosos, son vocingleros y alarmistas; el momento real de una pendencia alardean de temerarios, pero en el fondo, manan miedo. ¿Qué produce el resentimiento? C. G. Jung aduce que se trata de mujeres y hombres que recibieron -desde esos imponderables que llamamos azar o suerte- agresiones de otros en edades tempranas. El resentimiento traspasa todo el ser y se delata en cada acción.
Los resentidos-acomplejados son un peligro social. Son cautelosos y mojigatos, viven ensimismados en un laberinto de espejos en los cuales se reflejan solo ellos. Cuando se trata de quienes ostentan poder, semejan diocesillos: poseedores de la verdad, redentoristas, insustituibles, no hay caudal de prerrogativas que les satisfaga y viven la convicción de que los dineros ajenos les pertenece. Son codiciosos, vengativos, dañados. Conspicuos fingidores. Los grandes resentidos son seres humanos de inteligencia positiva, víctimas de la amargura –el ‘mal de males’-. Viven confrontando los lacerantes episodios sufridos –en su infancia casi siempre-, con los fastos imperiales que creen merecer.
Adonde van escrutan el rostro de los concurrentes y no son escasas las ocasiones en las cuales fulminan con su mirada a quienes suponen que no concilian con ellos. Imposible que piensen que nunca desaparecerán sus prosélitos: grupúsculos, congregaciones, camarillas, facciones, multitudes. Cuando ven a los escuderos de sus desvaríos y latrocinios, se les inflama de engreimiento las carazas. Pero todo concluye en la vida, de algún modo, olisquean los tramos finales de su gloria y su narcicismo se intensifica.
Algo se agita dentro de ellos en sus declinios, un tumulto de fantasmas: ven el fin de su poder y decuplican sus ajetereos, van voceando sus falacias, se instalan en cenáculos donde les detestan, difunden hasta el delirio sus supuestas buenas acciones, niegan si se ven descubiertos en falacias y corrupciones. ¿Quiénes escucharán ahora su voz de matraca, quiénes atenderán su verbalismo soso y agrio, su acervo de pésimas bromas, sofismas, argucias, simulaciones? No, no tienen otra opción que verse fofos y errantes, cargando un mundo vacío que es el más insufrible.