Todas las teorías políticas, y por cierto, la democracia, son intentos de explicar un tema que a veces se soslaya por incómodo, o se evita por impopular: la obediencia como destino de la gente, la sensación de servidumbre que, pese a todos los esfuerzos, empapa aquello de doblar la espalda y aceptar los actos del poder.
¿Por qué obedecemos?: (i) unos pocos obedecen por convicción legítima, y también por la otra, aquella al estilo de los místicos, y de algunos fanáticos que no dudan en cuadrase ante el jefe y arrasar el mundo en nombre de su fe; (ii) otros, muchos más, lo hacen por interés, por la ilusión de que el acomodo trae ventajas, y por la idea, certera con frecuencia, de que volverse cortesano asegura el plato de lentejas y suscita la sonrisa del poderoso; (iii) por la costumbre que viene de lejos, desde el tiempo de los caciques; y, (iv) lo más frecuente, es que se obedezca por miedo, por la “amenaza de una pena”.
Tras esta última forma de obediencia asoman las orejas de los inquisidores y todo el Derecho Penal que blande la advertencia de la prisión y hasta la estremecedora oferta de la muerte. Lector, usted, ¿por qué obedece al policía cuando le ordena presentar sus papeles?
El poder -el Estado- es una estructura de coacción. La Ley es una aspiración imperfecta de la civilización para dotar de dignidad a la obediencia, o al menos, para darle algunas razones al hombre de a pie, a fin de que adecue su conducta a lo que el legislador dispone y la autoridad manda.
Esas razones, sin embargo, no se agotan en la “legalidad formal”, al contrario, necesitan legitimidad, es decir, sustentos morales que nacen de los valores en los que se fundamenta la cultura y la norma. Allí radica el afán civilizador de las leyes justas. Y allí está el secreto, y la explicación, de las normas abusivas. Allí debería estar la sabiduría del legislador, que no se agota en votar artículos, ni en armonizar las reglas con su ideología, sino en interpretar los valores de la sociedad, y en expresar y proteger los derechos de las personas.
El sistema político y la sociedad funcionan mal cuando las leyes solo representan versiones sofisticadas de una ideología. Son sociedades patológicas, si el poder se afirma solamente en el miedo, y si se olvida la necesidad de que exista algún grado de convicción en la obediencia, y no solamente esa mezcla perversa de cálculo, temor y costumbre.
Así pues, legislar es tarea enorme. Y obedecer puede ser una constante abdicación si el sistema legal y los actos de mando lesionan sistemáticamente la libertad y la justicia. Cuanto esos matices se rompen, la gente percibe que está sometida, esperando el momento de sacudir el yugo, como hicieron los patriotas, que fueron ejemplares desobedientes.