Teoría de la mediocridad

'Mediocre" es un epíteto que el presidente Correa utiliza con alguna frecuencia para tachar a sus contradictores. Curiosamente, la mediocridad (o medianía) no siempre fue mal vista y, en su momento, fue exaltada como una forma de conducta ejemplar.

Por ejemplo, Montaigne recomendaba "una vida ordinaria y sin lustre" a sus lectores. "La virtud del alma no consiste en volar alto, sino en caminar ordenadamente; la grandeza no se ejerce en la grandeza sino en la mediocridad", dijo en su ensayo Sobre el Arrepentimiento (traduzco del inglés).

La mediocridad era bien vista porque la experiencia había enseñado a los hombres de la antigüedad que la desmesura no solo induce al error sino que produce violencia y muerte. Por tanto, lo mejor era desconfiar de los excesos y actuar con prudencia. En una de sus cartas, Séneca lo explicó de esta manera: "Es signo de inteligencia (…) preferir lo mediano a lo excesivo" (traduzco del inglés).

La mediocridad comenzó a ser mal vista tras el aparecimiento del romanticismo alemán. Esta corriente filosófica vio a los sentimientos como el último recurso disponible para dar sentido a la vida. Esa fue la reacción que produjeron las tesis de Kant sobre los límites de la razón y la ciencia para entender eso que llamamos realidad.

Así que en vez de prudencia, el romanticismo cultivó el desprecio por la moderación. Un hombre razonable era mal visto porque podía calcular y el cálculo era una aberración pues, desde el punto de vista romántico, el fracaso absoluto y la destrucción total siempre serían preferibles a dejar de buscar los extremos y quedarse en la mediocridad.

El desprecio romántico por la medianía produjo una idea incluso más extrema: la noción nietzscheana del "súper hombre", aquel que está por encima de los demás que no fueron capaces de romper con los valores religiosos y morales que les condenaban a la mediocridad.

El carácter superlativo de ese hombre se manifiesta -según Nietzsche- en la necesidad incontenible de que se cumpla su deseo, al costo que sea. "Ser terrible es parte de ser grande", escribió aquel filósofo en "La voluntad de poder" (traduzco del inglés).

La posmodernidad de hoy -siempre tan políticamente correcta- mira con desconfianza a ese personaje que busca ejercer por siempre un poder ilimitado, pero todavía ha sido incapaz de reconciliarse con la noción de mesura que propone la mediocridad.

Así que se ha obsesionado con la búsqueda del "número uno", en todos los ámbitos. El problema de esto es que no siempre lo que está más arriba es mejor. A veces, lo más leído, lo más escuchado o lo más vendido es pura basura.

En la política, como en el mundo corporativo, sucede algo similar: no todos los que ostentan los cargos más altos son siempre los más aptos para dirigir.

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