¿Cómo fue que la espada –esa hoja corto-punzante con empuñadura que algunos soldados llevan al cinto– se convirtió en el símbolo del revolucionario latinoamericano? Yo sostengo que ocurrió 100 años después de que Antonio José de Sucre venciera, en Ayacucho (Perú), a las fuerzas del virrey José de la Serna y expulsara definitivamente a la corona española de tierras americanas. Sucedió entonces el 9 de diciembre de 1924, también en Ayacucho, a donde el poeta argentino Leopoldo Lugones había ido para hablar sobre tan magna fecha, invitado por el presidente Augusto Leguía.
“Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada (…) [C]olectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin ley, porque ésta (la espada), como expresión de potencia, confúndese con su voluntad”, dijo Lugones aquel día.
La espada –según el poeta argentino– simbolizaba la voluntad de su dueño para ejercer el poder de la mano de la ley o sin ella. La espada expresaba la condición superior de esa persona llamada por el destino a poner orden en el caos generado por la democracia liberal y el colectivismo marxista.
Precisamente ahí en Ayacucho, donde Lugones pronunciara aquella apología de la violencia y el autoritarismo, nació Sendero Luminoso cuyo líder, Abimael Guzmán, también gustaba llamarse la ‘cuarta espada del comunismo’ (después de Marx, Lenin y Mao). Guzmán, ferviente admirador del genocida camboyano Pol Pot, se hizo tristemente célebre por sus ataques a indígenas, campesinos y familias inocentes, todo en nombre de la revolución y la libertad.
La conquista de la libertad con métodos violentos –al estilo de Bolívar y Sucre– dio pie a que una serie de personajes latinoamericanos proclives al mesianismo se embarcaran en aventuras dictatoriales que costaron la vida de muchas personas.
Los políticos que hoy empuñan la espada de cualquier prócer debieran estar alertas de ese riesgo. Conscientemente o no, con aquel gesto suscriben el autoritarismo violento ensalzado por Lugones, el poeta que más tarde se convertiría en ideólogo de golpes de Estado y en escritor de discursos para dictadores. Hacia el final de su vida se convirtió al catolicismo y se suicidó, completamente decepcionado de los resultados que habían traído las ideas que él mismo había propugnado en su momento.
Pero la sombra –o la luz– de las ideas es larga: el hijo de Lugones tuvo el dudoso honor de aplicar la picana eléctrica a sus interrogados y su hija, Pirí, fue secuestrada y torturada por el mismo tipo de dictadura que el poeta auspició años atrás.
Todo en nombre de la espada.