Ningún partido o movimiento político sobrevivirá largo tiempo en la escena democrática si no funciona como un “equipo de rivales”. ¿A qué me refiero? El término es utilizado por Michael Ignatieff en “Fire and Ashes” -el último libro de este profesor de Harvard, una magnífica memoria que narra su paso por la política canadiense- y se refiere a la habilidad que deben tener los miembros de un movimiento o partido para competir y disentir entre ellos, sin dejar de cooperar permanentemente para alcanzar objetivos políticos más importantes.
En el mundo de los negocios legítimos todos los días se forman “equipos de rivales”: por ejemplo, cuando varios bancos acuerdan operar en conjunto para financiar créditos muy grandes o cuando dos comerciantes pequeños que venden la misma ropa en el mismo mercado hacen la importación juntos para obtener un mejor precio de su proveedor.
En política, las alianzas entre rivales ocurren, pero son escasas y casi nunca se hacen públicas, ya sea porque son difíciles de explicar al electorado o porque los propósitos de ese acuerdo son poco edificantes. Esto ha hecho que los acuerdos sean demasiado frágiles, incluso si ocurren entre facciones de un mismo movimiento político o entre partidos de ideologías afines.
La incapacidad de trabajar con alguien que no sea del círculo íntimo se llama sectarismo y esa patología política es la que está sufriendo el movimiento del presidente Correa, según lo ha explicado él mismo.
El sectarismo es un síndrome profundamente autoritario porque niega legitimidad a cualquiera que no acepte los lineamientos preestablecidos de quienes detentan en ese momento el poder.
Se trata de una mala práctica política que impide que un partido o movimiento florezca de forma democrática. En primer lugar porque es incapaz de auspiciar el nacimiento de nuevos líderes con voces propias; y, en segundo lugar, porque reprime la cultura del diálogo y se vuelve excluyente.
Auspiciar nuevos líderes con voces propias y a veces disonantes es trabajar como un “equipo de rivales” porque entre los miembros de un movimiento se promueve una sana disposición a discrepar y a competir por el liderazgo. Un partido que no funcione como un “equipo de rivales” no podrá sobrevivir democráticamente en la escena política.
Para perpetuarse, ese movimiento o partido tendrá que recurrir a prácticas caudillistas como la reelección incesante de un solo personaje y a la censura permanente de cualquier indicio de disidencia.
De esta forma, el partido o movimiento que en un principio quiso encarnar los intereses más altos de un país, termina convertido en el instrumento que unas pocas personas utilizan para cumplir sus ambiciones personales.