Para expiar su culpa Caín dejó su tribu y se dedicó a fundar ciudades, dice el Antiguo Testamento. Ciudades inmunes al crimen y la violencia –que el mismo Caín había practicado originalmente– donde todos pudieran vivir en paz y armonía. La ciudad fue, pues, el primer régimen político pensado para impedir el caos social, promoviendo el sedentarismo y la obligada convivencia mutua, explica Rafael del Águila en ‘Sócrates furioso’, su mejor obra.
Protegida por un muro, la ciudad fue concebida para dar un espacio de sosiego a sus habitantes, uno que les permitiera no solo vivir, sino también reflexionar en común. Caín, fundador de ciudades, y todos quienes comenzaron a habitar en ellas, rompieron la tradición de los nómadas que creían en la pureza del clan y eran gobernados por figuras patriarcales y autoritarias, cuenta del Águila.
En la ciudad, por contraste, se practicó siempre el mestizaje, se hablaron varias lenguas, se adoraron a distintos dioses y se eligieron y exiliaron a los gobernantes, añade el autor antes mencionado.
La ciudad fue, por tanto, el invento que permitió alcanzar lo que en tiempos antiguos se creía casi imposible: erradicar el fanatismo y cultivar la tolerancia. Todos quienes han visitado ciudades como Nueva York, Berlín o México DF habrán sentido la emoción de estar en una suerte de Babel sutilmente organizada donde coptos y ateos, asiáticos y africanos, científicos y obreros, ricos y pobres –todos, absolutamente todos– han aprendido aceptarse y a vivir pacíficamente.
El principio cainita de respeto a la diversidad se ha perdido en Quito. Aquel discurso machacón y demagógico del ‘buen vivir’–que ni siquiera los militantes de la ‘revolución ciudadana’ son capaces de definir– es, en el fondo, una excusa para imponer una sola forma de vida y homogeneizar a sus habitantes.
Recuerdo que las fiestas de Quito solían ser días en los que se ponía en evidencia la diversidad étnica y cultural de sus habitantes. El acto más representativo de aquella Babel quiteña tenía lugar en la plaza de toros, adonde acudían tirios y troyanos para emocionarse o enojarse con lo que pasaba en el ruedo o en los tendidos.
Los grandes aficionados venían de todas partes y tenían todos los rasgos: eran ecuatorianos de tez cobriza de ciudades o pueblos aledaños y también personas de tez clara provenientes de los barrios ricos de la ciudad.
En la plaza de toros uno podía encontrarse con una fauna muy variada de empresarios o poetas; políticos o curas; ignorantes y entendidos; beldades y mamarrachos; en fin, miembros de todo ese denso entramado social que se llama Quito.
¿Qué nos queda ahora? Una ciudad cada vez más pacata y provinciana, enceguecida por el fanatismo y la intolerancia.