Teología para ateos

Un día ya lejano, hace unos 4000 años, en las laderas del monte Sinaí germinó en la mente de unos pocos hombres la idea del Dios único, ser invisible, omnipresente, creador y juez implacable. Este Dios insólito nada tenía que ver con aquellas deidades que ellos habían adorado siempre, dioses de piedra y barro, hechuras de artesano que la mano toca y la imaginación fabula. Este Dios se manifestaba desde una zarza ardiente, en el fuego se oía su voz que anunciaba: “Soy el que Soy”.

Este Dios oculto e incorpóreo (ese “deus absconditus” del que Blas Pascal hablará un día) no se mostraba ante los ávidos ojos de aquellos rústicos pastores que lo soñaban y vivamente lo buscaban entre las yermas rocas y las cavernas del Sinaí. Vieron que en ciertos días de sol ardiente, a la hora del ocaso, un viento cálido soplaba desde el desierto, encendía los matorrales y desde la inquieta llama de una hoguera surgía la voz del Innombrable, pues de los innúmeros nombres que le correspondían nadie sabía cuál de ellos prefería. Y Él dijo: “me llamo Yahvé”.

Esta divinidad apenas presentida no tenía rostro, tampoco forma humana. Celoso, fustigaba a quien intentaba representarlo. Para la mentalidad politeísta de aquellos trashumantes, el Dios del Sinaí resultaba muy extraño: no se mostraba ni como león ni como pájaro, como sí ocurría con los ídolos egipcios. Tampoco tenía templo ni estatua que lo evoque. Luego se dieron cuenta que Él habitaba dentro de ellos: su santuario estaba en la intimidad de sus conciencias. Desde ahí ordenaba que lo adoraran y amaran sobre todas las cosas. La Ley era divina, la angustia será humana siempre. La fe se afirma en la oscuridad del misterio, ahí donde la razón se tambalea. “El carácter repentino y final del credo del Sinaí desgarró la psique humana en sus más antiguas raíces”. (Georges Steiner).

El misterio, al igual que el milagro, nos deja sin palabras, produce miedo. El terror del hombre de las cavernas frente al misterio de un eclipse de sol es el mismo terror de aquellos que presenciaron el milagro de la resurrección de Lázaro. Entre el hombre y el misterio no cabe sino el silencio. Es el silencio que se abre frente a eternas preguntas como ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde voy? Mitologías, teologías, metafísicas, filosofías ¿qué son sino poesía?, ¿qué son sino precarios consuelos ante la incertidumbre de la existencia? Viajero impenitente, el ser humano ha intentado responder a estos enigmas. Vivir y atravesar la vida; respirar hondo y en lo hondo sentir el obstinado corazón; contagiarse de la algarabía de cada amanecer y saber que no hay día sin crepúsculo ni ascua sin ceniza; mirar el firmamento y pensar en la infinitud de los mundos y preguntarse del porqué de todo esto y quedarse sin respuesta, al borde de un abismo como Edipo ante la Esfinge.

jvaldano@elcomercio.org

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